Odio a Lima, sí, la detesto. Representa todo lo que rechazo, el caos, la violencia y la pendejada institucionalizada, pero, como es frecuente en los amores adolescentes, siento que si la dejo moriría.

Pero también la amo y, lo he comprobado, no podría vivir en otra ciudad del mundo. Acá está lo que más quiero: mi hijo, mi mujer y mi familia; el mar, su sabrosa gastronomía y mis amigos; el pisco Inquebrantable (aunque sea iqueño) de Pepe Moquillaza, los cócteles de Alonso Palomino y el combinado marino de Al Toke Pez, el huarique entrañable de mi amigo Tomás Matsufuji, a quien elegiría para que me cocinase en mi última cena, pero oh contradicciones de la vida (y del vivir en Lima), también prepara el cebiche que más detesto, ese que lleva ajo, kion y culantro. Sí, aunque su cielo sea gris, con Lima solo podemos ir de un extremo a otro, del blanco al negro, del amor incondicional al odio visceral.

Por eso, hoy que cumple 490 años, aquí unas cuantas razones de mi odio más hepático y, también, de mi amor más profundo.

Amo a Lima por su mar. Porque cada vez que entro en crisis, cosa cada vez más frecuente, no hay terapia más eficaz que caminar por sus playas o por sus malecones. Y aunque para reflexionar es mejor la grisura, el frío y la humedad del invierno, ya me he acomodado al verano.

Odio a Lima por el tumulto, por la vocación de sus pobladores por la aglomeración, la bulla y el desorden, y por su vocación por elegir autoridades que, en lugar de embellecerla, la afean. Parafraseando a un antiguo político, yo me quedaría con Lima, pero desterraría a los limeños.

Amo a Lima porque acá he conocido a mis amores más profundos y he ejercido mis pasiones más intensas. Si rememoro mis afectos, pienso en Lima y sus escenarios: el mar, siempre, pero también sus calles y, sobre todo, sus bares. Lima no tiene las calles más hermosas ni los mejores bares del mundo, lo sé, tampoco es París, una isla en la Polinesia o la campiña toscana, pero aquí he vivido amores más románticos y desgarrados que los de Romeo y Julieta, el jorobado de Notre Dame y el soldadito de plomo.

Odio a Lima porque acá varios de esos amores me han abandonado, me han rechazado, me han dicho, tratando de no herirme, “hoy no, tal vez mañana” y, al decirlo, llevarme al terreno que querían evitar, el de la infelicidad. Y claro, odio que este rechazo se haya dado, estropeándolos, en mis escenarios predilectos: el mar y mis malecones cotidianos, mis restaurantes y bares favoritos, mis calles y parques más escondidos.

Amo a Lima porque acá he hecho a mis mejores amigos. Los veo poco, sí, pero los quiero mucho. Soy de los que creen que la amistad hay que ponerla a prueba siempre con la distancia y la ausencia.

Odio a Lima porque acá también he perdido a varios de mis amigos más entrañables: Ilich, con quien, desde el desgarro al que nos lleva a veces el cariño, nos dijimos cosas que no debimos. Andrea, con quien nunca pudimos evitar el amor-odio. Liz, quien me dio tanto, y yo tan poco. Mi viejo, con quien por dejar de ser padre-hijo y optar por ser amigos, nos hicimos mierda.

Amo a Lima por sus escenarios, por San Isidro y Barranco, por algunas calles de Surquillo y el Centro de Lima, pero, sobre todo, por Miraflores. Pocas cosas más entrañables que caminar, al caer la tarde, por la alameda Pardo, por el Malecón Cisneros o esperar la noche en la pequeña calle Manuel Bonilla, donde abundan los bares y tengo mi huarique. Miraflores es bello porque todo lo importante está a la mano: librerías, teatros, cines, galerías, museos, mercados, restaurantes, bares, parques y, aunque se pretenda cosmopolita, también sabe ser provinciana, con costumbres de pueblo chico, con sus chismes y chismos@s, sus personajes y sus anécdotas, sus vecinos que, más allá del clasismo de algunos, saben ser amables, cómplices, solidarios, y también sus forasteros, porque una ciudad es entrañable de verdad si sabe acoger al foráneo, y vaya que Miraflores sabe ser buena anfitriona: supo acogerme, el más huraño de los vecinos.

Odio a Lima, lo repito, por su caos y abandono constante, por la falta de civismo de su gente y su vocación por resignarse al desorden. Qué fea puede ser Lima a toda hora por su tráfico que degrada y deshumaniza. Qué aborrecible resulta por sus delincuentes y pendejeretes, que no son pocos, los amos y señores de sus tinieblas. Qué repelentes son sus autoridades. Dicen que la grandeza humana aparece en las circunstancias más oscuras, pero lo de Lima y su anarquía no es una circunstancia, es una estructura imperecedera. Nuestra misión, aunque suene utópica, es rescatarla, salvarla. Que nuestra melancólica alegría no se vaya nunca.

Amo a Lima porque acá conocí el rock de verdad, la escena subterránea de los 80 y 90, esa que producía ese ruido maravilloso que me hizo quererme, aceptarme, valorarme y escapar del suicidio. Por eso, a pesar de sus contradicciones y cambios, siempre serán mis héroes Daniel F y sus Kursiles Romanzas, Óscar Malca y sus crónicas musicales (y esa joyita llamada “Al final de la calle”), Narcosis y su rebelde crudeza, Rafo Raéz y sus locuras vitales y musicales, Radio Criminal y sus escupitajos sonoros, 3 al Hilo y su adolescencia perpetua, Los Mojarras y su poesía migrante. Y, claro, también la amo porque en Lima oí por primera vez a Lou Reed, Iggy Pop, David Bowie y Bruce Springsteen, póker de ases a quienes podría escuchar, feliz y lagrimeando, todos los días de mi vida.

Odio a Lima por su complacencia musical y por haberse quedado anclada en el pasado. Yo no odio el reguetón y he aprendido a valorar a la cumbia, a los huaynos, a la salsa y, sobre todo, a la chicha, el verdadero rock and roll perucho, pero vaya que nos gusta lo superficial: de toda la variedad musical que existe siempre elegimos, como hace el mundo, es verdad, lo peor, lo más intrascendente.

Amo a Lima porque acá se come de puta madre, no solo en sus restaurantes más afamados (Mérito, Rafael, Central, Siete, La Mar, Kjolle, La Picantería, Costanera 700, Clon y Maido son mi top 10) sino en sus muchos huariques. Pocas experiencias más placenteras que ir a Al Toke Pez por su Tiradito del tío Darío, o ir hasta Caquetá por un chicharrón de chancho o por su jamón ahumado, o desayunar con tres soles en las muchas carretillas mañaneras que evitan que caigamos en la tuberculosis o el desamparo. Y amo a Lima porque su escena gastronómica, que parecía anquilosada, está empezando a renovarse, gracias al trabajo de cocinerazos como Juan Luis Martínez, Aldito Yaranga, Sebastián Vega, Ricardo Goachet, Heine Herold, Francesca Ferreyros, Renzo Miñan, Jorge Muñoz, Ricardo Martins, los chicos de Shizen y, unos pocos centímetros más atrás, Francesco De Sanctis, Fransua Robles, Arlette Eulert y varios más.

Odio a Lima porque varios de sus espacios gastronómicos más exitosos son unos comederos infames donde se prioriza lo taipá sobre la calidad, el precio sobre el sabor, el artificio y la floritura sobre la autenticidad. Ah, y el hecho que tanto en la alta cocina como en la cocina popular se paguen sueldos infames, condenando así a los cocineros y a la cadena restaurantera -agricultores, pescadores, productores, proveedores, personal de servicio y demás- a la pobreza, al recurseo, a la supervivencia.

Amo a Lima por el Bar Inglés y el Bar Olé, mis bares favoritos, donde preparan una coctelería correcta que, lo reconozco (salvo el pisco sour del Bar Inglés y el capitán del Bar Olé), no es la mejor del mundo, pero donde me tratan como si yo fuese un rey dadivoso, aunque engreído y caprichoso… ¡porque así son los reyes, pues! Allí he vivido tantas cosas maravillosas –he conquistado, he besado, me han abandonado–, y sus dueños y cantineros siempre han sabido ser prudentes, cómplices, unos perfectos anfitriones. Yo cada vez estoy más convencido de que uno no solo es lo que bebe sino dónde lo bebe. Y si yo soy el Bar Inglés o el Bar Olé puedo irme ya de este mundo diciendo “misión cumplida y salud”. También amo a Lima porque la calle Bonilla cada día está mejor, con bares exitosos como María Mezcal y otros, más lúdicos, como El Infusionista y La Calor, que cada día se atreven a hacer cosas distintas, en bebida, comida y onda. Creatividad y talento que, mediante otros recursos, también hacen en Lady Bee (de Alonso Palomino y Gaby León, que pronto estará, si no lo está ya, dentro de los cinco mejores bares del mundo), Carnaval (del gran Aarón Díaz, hoy también asesor del grupo María Mezcal y sus varios bares), Sastrería Martínez (que ya debería entrar en los rankings mundiales), Limaq (donde Joel Chirinos está volviendo a la experimentación y el riesgo), Sayani (el reino peruano de Frank Alvarado), Bijou (el carisma tiene un nombre, John Rojas) y algunos más.

Odio a Lima porque la mayoría de clientes de los bares optan por los tragos más dulces y más baratos, por la juerga fácil y bullanguera, donde la grosería se impone al buen gusto y el escándalo a la prudencia.

Amo a Lima por sus librerías. Ok, tenemos pocas, muy pocas, siendo los 13 millones de habitantes que somos, y es verdad que no somos Nueva York, París, Barcelona o Buenos Aires, pero acá, con sus carencias, pero mucho entusiasmo y trabajo esforzado, tenemos a Sur y El Virrey, Book Vivant y Babel, Communitas y La Rebelde, La Libre e Inestable y algunas más.

Odio a Lima porque tiene pocos espacios culturales. Librerías hay pocas, galerías de arte, igual; museos, contados con los dedos de las manos y, aunque se estaba haciendo cada vez más y mejor teatro, sus salas estaban concentradas en Miraflores, San Isidro y Barranco, lejos de las mayorías. Si la cultura y la educación no se democratizan y resultan elitistas, se convierten en un vehículo terrible de discriminación. Y eso es, lamentablemente, lo que vivimos a diario en esta Lima iletrada. Y odio la mediocridad de muchos de sus funcionarios actuales, de instituciones públicas como el Ministerio de Cultura, y privadas (como la PUCP), quienes han decidido optar por la “censura” como vehículo de control. Odio a Lima porque, a la mayoría de sus ciudadanos les repele la libertad.

• Amo a Lima por Universitario de Deportes y sus héroes con chimpunes: por Lolo y Toto Terry, por Chumpi y Muñante, el gran Roberto Chale y Germán Leguía y, lo reconozco, también por Chemo y el “Puma” Carranza.

• Odio a Lima por sus equipitos del montón, unos que se visten de celeste y blanquiazul, y porque su julbo es tan mediocre que no nos ha dejado otra opción que hacernos hinchas del Barcelona o el Manchester City.

• Para cerrar, diré que amo a Lima porque, aunque no haya nacido acá, como dijo alguien, uno es de aquella ciudad en donde nos rompieron el corazón por primera vez (y vaya que acá me lo han roto hasta el infinito y más allá).


(Esta es una nueva versión de un texto similar publicado en 2011, en Perú21. Como aquella vez, va dedicado a Mauricio Silva, mi buen amigo colombiano, quien escribió un texto similar dedicado a Bogotá, su ciudad).