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“En el Perú, la gastronomía es nuestro fútbol”

Uno de los mejores restaurantes limeños se llama Verbena. Está en San Isidro, apenas tiene 50 metros y 14 sitios. Suficiente para mostrar solidez, creatividad y atrevimiento. Ricardo “Richi” Goachet es su director de orquesta. Aquí recorremos su trayectoria.

Publicado: hace 11 horas

Ricardo “Richi” Goachet es uno de los mejores cocineros de su generación, esa que, en la cocina peruana, siguió en edad y sendero, a consagrados chefs como Gastón Acurio, Rafael Osterling, Pedro Miguel Schiaffino y, luego, Virgilio Martínez y Mitsuharu Tsumura.

La generación de Goachet, a la que pertenecen, entre otros, Heine Herold, Francesco de Sanctis, Sebastián Vega, Mayra Flores, Pía León, Arlette Eulert, Renzo Miñán, Gabriela León, Angelo Aguado y Fransua Robles, es la que está renovando la cocina peruana de nuestros días. Juntos lo están haciendo a pura sazón, muchas veces desde espacios pequeños, posibles, de inversión justa, pero con mucho talento y entusiasmo.

Además, hay que resaltar que casi todos son amigos, al punto que algunos forman parte de un chat de WhatsApp llamado “Los 50 Best… Meters”, una humorada que alude a los 50 Best Restaurants, la famosa lista gastronómica, pero que en realidad se refiere al tamaño de sus restaurantes.

Durante algún tiempo, quienes estamos sumergidos en el mundo gastronómico nos preguntábamos, ¿por dónde viene el futuro de la cocina peruana?, ¿cuáles son sus nuevos rostros? La respuesta ha llegado con esta generación y, felizmente, lo por venir se muestra prometedor.

El restaurante de Goachet se llama Verbena. Hoy ocupa un lugar de 50 metros cuadrados en la calle Conquistadores, en San Isidro. Son pocas mesas, con un máximo de 14 comensales, y acaba de implementar el servicio de almuerzo. Hasta hace poco solo atendía de noche, con dos opciones de menú degustación, uno corto y otro largo, donde no manda el comensal sino el cocinero, quien se encarga de hacer una selección exquisita de los mejores insumos del día, con los que construye una cocina personalísima, una que sabe a Perú, pero que acoge con talento cocinas de otras partes del mundo, sobre todo de España, donde Goachet vivió y trabajó.

En ese menú, que varía día por día, está el mar convertido en tiraditos (de chita, de charela, con leche de tigre infusionada en algas, loche y láminas de melocotón), o navajas pasadas por la brasa (y acompañadas de espárragos y pistachos y salsa pil pil e hinojo), alguna pasta (por ejemplo, una sopa ramen con pato y peras, hongos y ají limo, purito umami), algún arroz, muchos vegetales (“tenemos espárragos blancos maravillosos, pero casi todos se van fuera”, nos dice Goachet) y bastante sabor. “Queremos salir del ají de gallina y el lomo saltado. Parece que todos los restaurantes peruanos se dedicaran a hacer salsas acebichadas”.

“Richi” nos cuenta que salió del Perú a los 19 años. Su destino, España. “Al inicio, llegué a Sevilla y no pasé por ninguna escuela. Me metí a trabajar en las cocinas de hoteles cinco estrellas, algún Hilton, un Holiday Inn, todo siendo autodidacta”, nos dice.

“Fui bastante atrevido. Quería comerme el mundo. Desde Sevilla, les escribí a muchos restaurantes con dos y tres estrellas Michelin ofreciéndoles mis servicios. Incluso le escribí a elBulli, el restaurante de Ferran Adrià, que fue el número 1 del mundo en su momento. No tenía nada que perder. Quien me respondió fue Martín Berasategui. Cogí mis cosas y me fui a Lasarte, en el País Vasco, donde Berasategui tiene su restaurante, uno con tres estrellas Michelin. Ni siquiera sabía qué era el País Vasco”, prosigue un sonriente “Richi”. “Me encontré con gente de todo el mundo, un lugar hermoso. Fue como llegar a la Fórmula 1”.


Estos lugares exigen mucha técnica, mucho conocimiento. Tú no los tenías. ¿Cómo así te aceptaron?
A estos lugares no les interesa mucho cuánto sabes, pues tienen formas particulares de hacer las cosas. Lo que evalúan es cuán predispuesto estás a aprender, a trabajar, a esforzarte y a entregarte a la cocina. Y el más entregado era yo. Tuve la suerte de pasar por todas las partidas, y tuve la suerte de terminar en la más interesante de todas: la de investigación y desarrollo.
Antes lavaste platos, imagino.

La persona que más vajilla ha lavado en el mundo soy yo (risas). El lugar, más que un restaurante, era un portaviones: producción, fríos, calientes, bodas, investigación y desarrollo, etcétera. Con Martín estuve un año. Por lo que uno aprende, un año en un tres estrellas es como tres años en un restaurante de alto nivel. Allí me encontré con otro peruano: Luciano Mazzetti (hoy figura de las redes y la televisión peruana).

Luego fuiste a Valencia, tu ancla, tu centro de referencia…
Mi pareja de por entonces vivía allí. Llegué a dirigir un proyecto nuevo, donde se me permitió mostrar mi cocina. Fue una verdadera escuela. Lo abrí en un pueblo llamado Roquefort. Ofrecíamos un menú pequeño que teníamos que cambiar día a día. Buscábamos excelente producto a muy bajo precio: estábamos cerca del mar, la huerta era maravillosa. Justo la cocina peruana estaba despuntando; entonces, mi presencia allí generó curiosidad porque le metía pinceladas peruanas a lo mediterráneo. Fue una oportunidad brutal, pues trabajaba con productos que nunca había visto. Igual, marqueteé el ají limo, el huacatay, serví leches de tigre, tiraditos, versiones de algún cebiche, etcétera. Ojo, sin que esto fuese cocina peruana. Allí estuve dos años.
Después decidiste estudiar...

Sí, hice un máster en San Sebastián, en el Basque Culinary Center. También trabajé en Arzak, el restaurante con tres estrellas Michelin de Juan María y su hija Elena, una crack, una hermana mayor. Mi maestro allí fue Xavi Gutiérrez, director creativo del restaurante, un personaje maravilloso: cocinero, motero, cineasta… me enseñó a pensar. Allí entendí que, más que una receta, un cocinero debe aprender a pensar, a gestionar, a solucionar problemas, a comprender, a crear. Por eso, antes que el cliente elija, prefiero yo armar el menú, pues así guío, conduzco, dirijo: empezar con algo fresco, continuar con algo frito o crocante, meterle algo de mar… así logro que la experiencia sea lograda, que se coma sabroso, delicado, potente, que se comparta y, además, que todo sea equilibrado. Llevarse algo a la boca no es comer.

¿Qué vino después de tus seis meses en Arzak?
Me fui a Mallorca. Gastronómicamente no era un espacio tan bueno, porque estaba lleno de turistas y, como todo lo tenían vendido, no se esforzaban, no buscaban la excelencia. Me convocaron para abrir un restaurante vegetariano en un lugar precioso, idílico, frente al mar. Al ser nuevo, todo estaba por hacer. Allí me encontré, por primera vez, con gente que no estaba apasionada por la cocina, por su trabajo. Mi reto fue, primero, sacarme a los mercenarios y, luego, apasionar a los que se quedaron. Lo curioso es que ese restaurante que, al inicio iba a ser vegetariano, terminó convertido en un confort food con mucho de mi personalidad.
Luego, el retorno.
Vine a Lima, me reencontré con mi compañera del colegio y nos enamoramos. Tenía pensado ir a Berlín, a montar un proyecto divertido, pero decidí regresar al Perú. Allí comenzó la aventura de Verbena. El nombre me gustó porque hace alusión a una fiesta popular, a un espacio divertido y descontracturado. Al venir de tantos espacios de “fine dining” quería ir por otro lado, que la gente disfrutara, que la pasara bien; que el protagonista no fuese el cocinero ni el plato sino el cliente. Me gusta la gratitud de la gente, que salga diciendo “qué bien la he pasado, qué rico he comido”.
Verbena ha tenido varias versiones…

El primero, que estuvo también en San Isidro, era muy grande y atrevido, al menos para un restaurante que recién empezaba. Abrimos y nos cayó la pandemia. Tuvimos que hacer delivery. En el poco tiempo que estuvimos abiertos, nos posicionamos como marca, porque a mí no me conocía nadie. Cuando vamos a un restaurante en Lima, de inmediato nos damos cuenta si este es de la escuela de Rafael (Osterling), de la escuela de Gastón (Acurio) o de la escuela de Virgilio (Martínez). Las influencias son clarísimas.

¿A qué escuela perteneces?
A ninguna, pues vengo de fuera. Ahora, me gusta mucho lo que hace Rafael. Si yo hubiese hecho mi aprendizaje acá, le hubiese tocado la puerta a Rafael, sin duda. No lo veo solo como un cocinero, sino como un todo, como sinónimo de buen gusto. Lo conocí hace poco, vino a Verbena, e hicimos buenas migas, quizás por esta preocupación por mostrar siempre nuestra personalidad. Esto hecho de menos en Lima, la personalidad.
Llevas seis meses en este pequeño local, y ya has ampliado tu oferta al almuerzo. Te está yendo bien…
En la cocina nada asegura el éxito. Acá le ponemos talento e ingenio, carisma y cariño. Nos esforzamos porque todos se vayan felices. Lo mismo veo en Contraste, en Piedra. Más que los espacios, yo me fijo en la gente que está detrás de ellos, y Ángelo Aguado y Sebastián Vega están trabajando muy bien. El otro crack es Juan Luis Martínez, de Mérito. Su restaurante es chiquito, con buen gusto y lo que hace es sublime. Lady Bee, de Alonso Palomino y Gabriela León, es otro ejemplo de que con trabajo duro y ganas se puede conseguir todo… en 50 metros y sin padrinos.
Siento que, al fin, el relevo en la cocina peruana llegó. Un recambio sin parricidio, eso sí…

Cuando más difícil la pasábamos (alude al cierre, primero, de su local en San Isidro, por la pandemia, y luego, al de Surco, por problemas con los vecinos y la Municipalidad del distrito), el primero en escribirme fue Virgilio. Él no era ni siquiera mi amigo, pero me convocó. Conversamos varias horas. Eso me alucinó porque, que quien dirige el “Mejor Restaurante del Mundo”, se haya dado tiempo para conversar conmigo, ¡y en pleno servicio!, habla de su calidad como persona. Virgilio es un rockstar, pero la cultura de su empresa es la de ser cercano con todos. Conversando con él, me sentí arropado, apoyado. Algo bueno que tiene la cocina peruana es que convivimos con cierta armonía. El otro día me invitaron a una reunión donde había muchos cocineros. Me sentí como en el colegio: por un lado, estaban los de 5° Año, cancheros, con su pucho, seguros de sí mismos; por otro lado, los que recién entraban a secundaria, medio tímidos, un tanto inseguros; pero también los de 3°, que ya se saludan con los de 5°. Me pareció fascinante esa diversidad y, repito, la buena onda entre todos. ¡Que los de 5° nos sigan apoyando! (risas).

¿Y cómo ves el posicionamiento de la cocina peruana en el mundo?
Debemos trazar nuevas estrategias, donde se involucren más instituciones. Ser amigos y llevarnos bien, no basta. Como he tenido la suerte de viajar mucho, veo que en otros lugares ya se están cuestionando y dicen “¿por qué la cocina peruana siempre?”. Colombia tiene cocineros destacados. En Argentina se están poniendo las pilas, pues ya se entregan las estrellas Michelin allá, Don Julio es el primero de los 50 Best Latam. Por eso, en el Perú debemos plantear nuevas estrategias para mantener lo que tenemos y seguir avanzando. La gastronomía es nuestro fútbol. La cocina nos da identidad cultural, nos da prestigio y, por ella, nos reconocen fuera. Quizás nuestro único consenso social sea que comemos rico. Por eso, debe ser nuestro mayor valor, debemos aprovecharla y evitar que desaparezca.
¿Cómo describirías a tu cocina?

La cocina de “Richi” Goachet. En Verbena hay una influencia vasca, sin duda, por sus fondos y caldos y su preocupación por el sabor. También tenemos una obsesión con el producto, porque siempre sea el mejor y, además, diverso. Somos mediterráneos por la forma cómo trabajamos las verduras, por nuestro gusto por el aceite de oliva. Acá ponemos los vegetales a la misma altura que la proteína animal. Por ejemplo, en mi sartén el protagonista es el pimiento; la carne Angus, la guarnición. Finalmente, somos peruanos, primero, porque yo lo soy y, segundo, por nuestra despensa, que es maravillosa.


FOTOS: Zaid Arauco Izaguirre


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Un tributo a la gastronomía