Irene Vallejo transmite paz, empatía, sabiduría, sentido común y un profundo humanismo. Esta española nacida en Zaragoza se ha convertido en un fenómeno global gracias a “El infinito en un junco”, un volumen donde nos habla de los orígenes del libro y, por ende, de la civilización, pero no solo vinculada al progreso sino a la capacidad del ser humano por comprender al otro y, así, no solo convivir en armonía sino, sobre todo, como vehículo para permanecer y trascender.
Dicen que los libros no necesariamente nos hacen mejores personas, pero nos gusta pensar que “El infinito en un junco” podría ser esa excepción.
Esta charla se realizó en Arequipa, a donde Vallejo llegó como la invitada estelar para las celebraciones por los 10 años del Hay Festival en la Ciudad Blanca. Que vengan muchos más.
- “El infinito en un junco” es un gran generador de lectores, un libro que te lleva a otros libros. Nómbrame algunos que te hicieron lectora, que te emocionaron...
- Entre los clásicos está “La Odisea”, que fue el origen de mi pasión por los libros. Allí empezó todo. Fue mi primer amor literario. Antes de dormir, mi papá me contaba la historia del libro, claro, con sus propias palabras, y yo quedaba deslumbrada. Luego está Heródoto, cuyos volúmenes me impulsaron a escribir y a configurar mi visión sobre el mundo. Para “El infinito en un junco” fue muy importante “Una historia de la lectura”, de Manguel, donde descubrí que existía una dimensión histórica en la lectura; es decir, que no hemos leído igual en todas las épocas, y que había un campo de investigación importante allí. Tengo que mencionar a César Vallejo, pues le debo la vida a “Trilce”: mi padre le regaló el libro a mi mamá y así se enamoraron. Mi madre lo sabe de memoria, y recita versos del libro aplicándolos a situaciones cotidianas. En el lenguaje cifrado de “Trilce”, mis padres y yo nos comunicamos. Y cómo no mencionar a Mario Vargas Llosa, quien tiene un libro maravilloso, soberbio. iluminador: “La verdad de las mentiras”, donde hace un recorrido por la literatura del siglo XX. Allí, nos enseña a leer porque él mismo es un gran lector.
- No has mencionado a ninguna mujer…
- De la Antigüedad nos quedan más sus figuras que sus textos, pues muchos han desaparecido. Sin embargo, el primer autor que firmó sus textos fue una mujer, Enheduanna, una princesa y poeta de la antigua Mesopotamia. Simbólicamente, ha significado mucho para mí. De ella se han conservado algunos textos, pero, hasta hace poco, resultaban desconocidos, pues no se habían traducido al castellano. Luego, han sido muy importantes algunas poetas latinoamericanas: Juana de Ibarbourou (Uruguay), Gabriela Mistral (Chile), Idea Vilariño (Uruguay), Blanca Varela (Perú), Alfonsina Storni (Argentina), todas mujeres que se hicieron poetas en un momento muy difícil, y abrieron el camino a las escritoras de las siguientes generaciones.
- Además de la presencia en tu biografía de César Vallejo, en “El infinito en un junco” están el Perú y sus culturas, sobre todo las precolombinas…
- El Perú ha sido medular en mi vida. Esta es la tercera vez que estoy por acá. De hecho, mi primer viaje a América Latina fue al Perú. Aquella vez me impresionó mucho la cultura Moche y su mitología. Así pude salir de mi encuadre cultural y me permití observar el mundo desde otra perspectiva, desde otra cosmovisión. El Perú me empujó a mirar más allá del marco mental en que fui educada. Me di cuenta de que existen otras formas de narrar, de entender, de archivar la información; por ejemplo, los quipus incaicos, que son objetos fascinantes desde el punto de vista de la historia de la lectura. También descubrí la dimensión de lo textil, que luego me sirvió para hablar en mi libro de la conexión que hay entre texto y textiles, y explicar cómo estos van en paralelo con la escritura, pues es una forma narrativa convergente con las palabras. Además, comprendí que existe el otro, y que ese otro puede ser profundamente inspirador. Necesitamos salir de nuestras convenciones para enriquecer nuestra mirada. Eso me pasó hace 20 años en el Perú.
- Tienes un gusto profundo por la cultura popular. En ese contexto, ¿qué piensas de la erudición?
- Cuando me apasioné por la literatura, lo popular y lo culto convivían en completa igualdad, ante mis ojos no había diferencia. Mientras mi papá me contaba “La Odisea”, sin que yo supiese la relevancia cultural de los clásicos, yo leía los cómics de “Astérix y Obélix”, y todas estas lecturas contribuyeron a mi interés por el mundo antiguo. Luego, ya adulta, siempre he sido muy reacia a ver a la cultura como algo jerárquico. Por ejemplo, Homero es un fenómeno cultural profundamente popular. El Quijote, igual.
- ¿Esto te lo enseñaron los propios libros o es un tema de sensibilidad?
- Parte de mi experiencia personal, porque es verdad que, tanto en el colegio como en la universidad, la visión que nos ofrecían de la literatura y de la cultura era muy jerárquica. Solo estudiábamos la “gran literatura”, dejando a un lado géneros y autores que yo amaba, y que no leíamos porque eran vistos como inferiores. Por ejemplo, soy una gran enamorada del cómic, de los tebeos, de la novela gráfica. Por eso, “El infinito en un junco” se acaba de editar en ese formato como una forma de reivindicar el género, pues a muchas personas les ha servido como iniciación a la lectura y, luego, también como género favorito. A quienes leen cómics o tebeos, muchas veces se les ve como lectores de menor rango, un error. Debemos optar por ser versátiles y leer todo: algunas veces, textos profundos; otras, volúmenes lúdicos, etcétera.
- Muchas veces la oralidad también es considerada como un espacio de segundo orden…
- Escribí “El infinito en un junco” intentando replicar la oralidad, la forma de comunicar siempre vigente. El libro está escrito de forma muy sonora, muy musical. Es un libro de aventuras y muy oral, que casi exige ser leído en voz alta.
- Has destacado el papel de la anécdota como fuente o generador de conocimiento…
- La Historia está llena de anécdotas. Tenemos un cerebro narrativo que entiende mejor aquello que tiene la forma de una historia; es decir, está puesta al servicio del conocimiento. En el mundo oral no existe la abstracción. Por eso, el conocimiento siempre se transmitió (y se sigue haciendo) por medio de fábulas, de épicas, de cantos, de poemas, de ficciones.
- Admiro tu profundo sentido humanista, tu visión positiva del ser humano, pero, por ello, se te ha acusado de “buenismo”. ¿Cómo tomas esta crítica?
- Existe la idea generalizada de que el optimismo se equivoca más que el pesimismo. Por mi temperamento, soy una persona optimista e intento siempre encontrar razones para la esperanza, lo que no impide que reconozca que en el pesimismo hay un sesgo, sesgo que abunda en el mundo de la cultura. En nombre de ese pesimismo y de esa mirada jerárquica y de un cierto elitismo, se han condenado formas culturales valiosísimas, y se han hecho competir fenómenos que podían coexistir pacíficamente. Por ejemplo, esta absurda competencia entre el libro electrónico y el libro de papel. Cuantas más posibilidades existan de acceder a la lectura más afortunados deberíamos sentirnos.
- ¿Cómo estás controlando el éxito –un libro traducido a 45 idiomas, con más de 100 millones de lectores– y su influencia sobre tu ego?
- (Ríe). El ego es la fiera que merodea en nuestro interior y a la que hay que tener muy bien sujeta. Yo trato de recordar siempre las enseñanzas de mis abuelos –tres de mis cuatro abuelos fueron maestros rurales en una España muy empobrecida, y trabajando y viviendo en unas condiciones muy duras–, enseñanzas esenciales y definitorias de mi vida, que se sostienen en la humildad. Aunque la literatura es lo que más amo en la vida –el de escritor es el oficio más hermoso que existe– y siempre insisto en la importancia de la cultura, los trabajos esenciales o más importantes para el mundo son los que tienen que ver con la educación y la salud.
- Con el suceso de “El infinito en un junco”, que es un ensayo, ¿te alejarás de la ficción?
- No. En realidad, “El infinito en un junco” es un experimento literario que consiste en usar las herramientas de la ficción en ámbitos históricos, conocimientos que obtuve investigando en mi etapa académica. Mi siguiente proyecto irá un poco más allá en esa fusión de lo narrativo con la no ficción. El poder de las historias y las formas cómo transmitimos el conocimiento son dos ámbitos, dos realidades, que me interesan mucho. Cuando la novela explora la realidad puede convertirse en una crónica sentimental de lo vivido por la humanidad. Esto, en la historia y otras disciplinas, se trata con un tono más frío, más distante, más alejado, situación que no facilita la conexión emocional. Por eso, mi objetivo es que tanto la ficción como la historia puedan convivir en un solo aparato narrativo. Tratamos a los géneros como ámbitos muy rígidos, y trazamos líneas divisorias muy rígidas, arbitrarias.
- ¿Cómo afrontas la expectativa por tu siguiente libro después del éxito avasallador de “El infinito en un junco”?
Es cierto, las expectativas son grandes. Venimos de cinco años de promoción intensa y de viajes. Ahora, yo considero todo esto como una forma de aprendizaje. Recuerda que “El infinito en un junco” se gestó mientras cuidada a mi hijo, quien estaba internado en un hospital de Zaragoza, y prácticamente no pude salir de la ciudad durante varios años. Por eso, necesitaba abrirme a una perspectiva más amplia y aprender. Han sido cinco años muy ricos. Hay otro fenómeno: aceleramos demasiado a los escritores, los obligamos a publicar un libro al año, cuando los libros tienen sus propios procesos internos y estos no pueden ser precipitados. Para escribir un libro, hay que formarse, hay que aprender. No es fácil escribir uno. Sé que hay muchas expectativas con respecto a mi siguiente publicación, estas expectativas me pesan, pero lo que viví antes del éxito de “El infinito…” fue más duro. En esa época me sentía en la intemperie, desprotegida: mi familia me preguntaba cuándo iba a tener un trabajo de verdad (risas), tiempos en que resultaba un sueño muy lejano la posibilidad de vivir de la escritura. A los escritores que queremos, que amamos, que apreciamos, hay que darles el derecho a fracasar, a equivocarse, porque esto también forma parte de la experimentación literaria. Somos demasiado taxativos, y condenamos de manera muy fácil a quienes creemos que no están a la altura de nuestras exigencias. Para escribir un buen libro muchas veces hay que equivocarse. Un autor valiente es aquel que no se conforma con hacer lo mismo que antes; uno que busca y se interroga y, por eso, también se puede equivocar.
FOTOS: ZAID ARAUCO