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“Tengo 76 años bien vividos, bien comidos, bien amados”

La Gloria es un clásico de la gastronomía peruana, y Óscar Velarde, su fundador, una leyenda de la buena vida en el Perú. Esta charla es un homenaje a Óscar: al personaje, al sibarita, a su legado.

Publicado: 2024-10-22

Regresé a La Gloria después de cinco años. Y más que nostalgia, sentí alegría. Entré a su famoso bar y, otra vez, como hace quince años, cuando conocí el lugar; como hace diez, cuando lo visitaba con frecuencia; como hace cinco, cuando dejé de venir, lo sentí como mi casa; como ese lugar al que volvía porque era mimado, querido, agasajado, y porque allí estaba siempre Óscar Velarde, mi amigo, el más sibarita entre los sibaritas del Perú, una imagen bohemia en quien inspirarse.

“De joven quiero ser como tú” era una broma que le hacía con frecuencia a Óscar. Hoy que me lo he reencontrado, se la volví a hacer porque Óscar, con 76 años, sigue tan vivaz y activo como siempre: cocinando, recibiendo a sus clientes, ordenando su equipo; transmitiendo carácter, conocimiento y empatía.

La Gloria cumplió 30 años el 8 de octubre. Este 23 de octubre los celebra con una cena a seis manos donde, además de Velarde, cocinarán Rafael Osterling y Pedro Miguel Schiaffino, dos consagrados de la cocina peruana que dieron sus primeros pasos en este oficio en sus fogones, y recibieron sus primeras lecciones –vitales, culinarias— de Velarde, un maestro chorrillano que, a su vez, las recibió de su padre y de los varios pescadores chorrillanos con los que gusta juntarse.

Porque esa es otra de las virtudes de Velarde, la de siempre saber estar y generar un círculo de comodidad, empatía y complicidad sin importar quién lo rodee: el hombre más rico del Perú, el presidente recién elegido, el artista más bohemio, el periodista necesitado o una Miss Universo en busca de una copa.

Velarde dice: “La Gloria soy yo”. Es verdad. Y, en mi caso, mataría por decir: “Yo soy Óscar Velarde”. Hoy me contentaré con ser yo, un periodista que ha decidido realizar un homenaje escrito a uno de sus amigos, a uno de sus ídolos.


¿Cómo ha sido el recorrido de La Gloria durante estos 30 años?

No lo puedo describir. Mirarse a uno mismo no es sencillo. Y a mí no me gusta mirarme al espejo, porque allí, el que existe es una imagen, y aquí, en La Gloria, en el mundo, el que existe soy yo. Sí te puedo decir que La Gloria soy yo. La Gloria está en mí. La Gloria es mi espejo.

¿Te gusta lo que ves?
Me encanta (risas). La verdad es que vivo enamorado de mí mismo.
Quizás porque has hecho lo que has querido…
No sé si he hecho lo que he querido. Por mí brota una manera de ser, un sentimiento con la gente, con mi equipo.
Eres un perfecto anfitrión…
Pero no solo eso (ríe). Yo no puedo vivir sin preguntarme el porqué de las cosas.
Ese es un síntoma de inteligencia…
Eso dicen. No lo sé. No quiero sonar pretencioso. Me gusta vivir. Vivir es estar del teatro que es la vida. Vivir significa ser un permanente espectador –libre y sensible– de una obra de teatro.
¿Por qué abriste un restaurante?
En mi casa organizaba unas reuniones maravillosas. Venían mis amigos pescadores, mis amigos barranquinos, chorrillanos. Ojo, yo no soy pituco. Viví en Chorrillos y estudié en el San Luis de Barranco. Con mi amigo, el “Negro” Leveroni hacíamos unas huatias de raya, unas ensaladas de muchame, unas cosas maravillosas. Entonces, cuando mi negocio de pesca quebró –mis hijas estaban en el colegio, y no tenía dinero para educarlas– pedí dinero prestado y me dije: “Tengo que montar algo que vaya conmigo”. Me acordé de las fiestas de puta madre que armaba en mi casa –llegaban unas chicas de la Católica, bellísimas–, donde había comida, buena música, gente diversa, y me dije: “Quiero hacer algo así, vivir así, vender esto”, y así nació La Gloria. Al inicio quería ser una especie de Cordano miraflorino. Abrí las puertas y se llenó el local. “¡Cómo le doy de comer a toda esta gente!”. Tengo suerte en la vida porque siempre me he encontrado con gente especial. Conocí a Gonzalo Angosto, gran cocinero, quien fue mi padre en la cocina. Un tipazo. Cocinaba con un whisky en una mano y un cigarro en la otra (risas). Tenía oficio. Mucha bohemia. Estuvo acá 18 meses. Se fue. Entonces, Gastón Acurio me presentó a Rafael Osterling, un niño, quien acababa de regresar al Perú. Fue cocinero de La Gloria por tres años.
Después de Osterling, estuvo Pedro Miguel Schiaffino.
Ambos trabajaron juntos en La Gloria. Pedro Miguel acababa de regresar de Italia. Luego, abrió su restaurante. Eran unos niños.
¿Cuál fue el aporte de Rafael Osterling a La Gloria?
Me vinculó con la “sociedad limeña”. A mí nadie me conocía. Yo venía de Chorrillos. Nada que ver con San Isidro. Yo siempre he tratado a estos clientes como trato a mis amigos pescadores chorrillanos: de igual a igual; un trato horizontal. Y en cuanto a cocina, aún hay platos de Rafael en la carta, como las conchas y el pulpo a la parrilla, el arroz con pato.
El argentino Luis Alberto Sacilotto, cocinero de Cicciolina, en Cusco, también se hizo cocinero en La Gloria.
Era ingeniero químico. Venía de Rosario. Estudió cocina, pero en La Gloria aprendió a cocinar. Quizás ese sea mi mérito, mi capacidad para guiar, para transmitir; también mi paladar, mi sensibilidad para la cocina.
Conoces lo que les gusta a los limeños. ¿Cómo es un limeño en la mesa?

Como un neoyorquino (risas). Te explico. En Nueva York, uno no puede romper esquemas. Lo puedes hacer en Miami, en Los Ángeles, pero en Nueva York, no. Por eso no funcionó La Mar, de Gastón, en Nueva York. Gastón creía que, entrando con un cebiche en una mano y un pisco sour en la otra, iba a triunfar, y no lo logró. Los limeños no creen en cojudeces…

En resumen, un limeño es conservador…
Sí, muy conservador; el neoyorquino, también.
Pero tú le has dado de comer cuy al limeño, Óscar…
(Ríe). Recuerdo que vinieron seis señoras. “Osquitar, ¿qué nos ofreces?”. “Les voy a traer una cosa riquísima”. Y les saqué una fuente de cuy. Claro, acá lo presentamos de una manera distinta. “¡Qué rico! ¿Qué es, qué es?”. Les dije que era cuy. Se escandalizaron (risas). Igual el cuy es uno de los platos que más vendo. Ojo, acá tomamos muchos riesgos. Por ejemplo, mi causa la hago con jurel ahumado. ¿Lo saben mis clientes? No (risas).
La gente confía en ti…
Sí, con ellos tengo cierta autoridad (risas). Repito, tiene que ver con mi trato horizontal con la gente: yo me atrevo porque a todos los veo como iguales. Acá no hay conquistadores ni conquistados. Por eso, la gente quiere a La Gloria.
Los cocineros jóvenes también te quieren…
Sí. Con James Berckemeyer nos hemos ido a Bogotá a ver a José Tomás. Jorge Muñoz ha cocinado acá. También Francesca Ferreyros. Cuando voy a sus restaurantes me engríen, me tratan con mucho cariño. Siempre he tenido el espíritu joven. El Dragón era mi bar favorito. Chaqueta Piaggio es un amigo entrañable. Tengo amigos pintores, periodistas: Mirko Lauer, Ricardo Uceda. Digamos que soy un espíritu libre, un alma bohemia. No tengo nostalgia del pasado. Disfruto del presente. No me siento acabado. Tengo 76 años: bien comidos, bien vividos, bien amados.
¿Has vivido en Cuba?
En esa época, los años de Velasco, trabajaba para el Estado, en pesquería. Pedí conocer Cuba. Fui a un curso y decidí quedarme, vivir como viven los cubanos, sumergirme en su realidad. “No he venido como turista, quiero trabajar”. Corté caña en los cañaverales, fui jornalero, hice trabajos voluntarios. Volví desilusionado porque un ser humano no puede vivir así, sin libertad. Había una especie de Gestapo, donde todos eran espías.
Todos los presidentes y muchos políticos han comido en La Gloria…
Alan, Toledo, Humala, Fujimori, PPK. A los papás de Humala les encantaba venir: comían los cuyes en bandeja (risas). Keiko nunca ha venido. Siento que tiene un complejo, un problema: no es libre.
Hay historias alucinantes de Toledo yéndose de los restaurantes borracho y sin pagar la cuenta…
Venía borracho, pero acá siempre pagó. Se paseaba por las mesas, cogía el pan de las mesas contiguas. Era un desastre. Tenía mala borrachera. Alan venía con otros dos grandazos: Alan Wagner y Joselo García Belaunde. Me acercaba a Alan y lo jodía, nos teníamos confianza.
¿Cocinas para alguien?

Yo entro a la cocina en tres momentos: al momento de crear, cuando toca corregir y para afirmar algún concepto, cuando algún extraviado se queja. Acá engreímos a nuestros clientes, si toca hacerle una dieta de pollo a un asiduo que se siente mal, se la hacemos. Yo no veo a la cocina como un cuartel. Yo gozo cuando satisfago las necesidades de mis clientes.

¿Cuál es el legado de La Gloria?
No es una receta, no es una fórmula, es un corazón. Ahora entreno a mi hija Clara para que La Gloria continúe sin mí. Yo me manejo con mucho instinto, con mucha libertad, con mucha inspiración. Yo espero sorprenderme todos los días.

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Para Comerte Mejor

Un tributo a la gastronomía