Mis padres siempre vieron con preocupación mi futuro. Para ellos –dos ingenieros agrónomos acostumbrados a la dura vida del campo– no cabía en su cabeza que existiese la posibilidad de ganarse la vida sin hacer un esfuerzo físico, sin que sus cuerpos sudasen y sus manos sangrasen. Y preocupados estaban porque yo solo me dedicaba a comer y beber, a leer y ver películas y, sobre todo, a escuchar música. “De eso no se vive”, me repetían. Gracias al periodismo, hoy puedo decir que estaban equivocados.

Acabo de leer un discurso de García Márquez. Se llama “Periodismo: el mejor oficio del mundo” y está en su libro “Yo no vengo a decir un discurso”. Ese texto me ha hecho replantear mi noción de lo que hago y descubrir que, en el fondo, sí soy un periodista... al menos como se los describía (y pensaba) antes.

Gabo escribe que, en su tiempo, los periodistas no perdían el tiempo estudiando Periodismo, que aprendían el oficio practicándolo... y eso es lo que he hecho. Yo no quería ser periodista –la verdad, yo solo quería dedicarme a leer, comer, beber, ver películas y escuchar música–, pero como este mundo no está preparado para el ocio remunerado, tuve que buscarme un oficio.

Después de dar tumbos por varias universidades y carreras –en la Católica pasé por las aulas de Estudios Generales Letras, Economía, Derecho, Historia y Ciencias y Artes de la Comunicación; en la de Lima, por las de Ingeniería de Sistemas y Comunicaciones– terminé de burócrata de una universidad y de colaborador esporádico de las revistas, diarios y fanzines en los que trabajaban mis amigos.

Fue entonces que mi ex me dijo que debía tener una carrera universitaria. Me puse a pensar en A y B opciones y, de pronto, caí en la cuenta de que, desde los quince años, me había dedicado, sin saberlo, al periodismo.

Sucede que mi amigo del alma, Danilo, ‘El Bambino’, con quien crecí y con quien aprendí lo que era la amistad, tenía un programa en una “chibolinesca” radio FM cajamarquina. El programa se llamaba ‘Blue Jeans’ y Danilo era conocido, por sus gustos y porte, como “El Flaquito de la Salsa”.

Entonces, cuando, durante los veranos llegaba a Cajamarca cargado de casetes, primero; y CD’s, mucho después, Danilo me cedía –a cambio de nada, porque así de desinteresados son los amigos del alma – una de las tres horas que tenía su programa. Así, de lunes a viernes, de 10 a 11 a.m., conducía ‘Rockeando en Blue Jeans’ en la “prestigiosísima” Radio Atahualpa, ‘Primeros en sintonía”, de la FM cajamarquina.

Ignoro cuánta gente nos escuchaba, pero tenía toda la libertad del mundo para pasar Iggy Pop y Lou Reed, Leusemia y Narcosis, The Cure y The Kinks. El mundo no lo sabía, pero en una FM chiquita, cajamarquina y huachafísima, se hacía el mejor programa peruano de rock. Y no lo digo por mí, sino por la musicaza que allí pasaba.

Además, quería que todo el mundo escuchase la música que me gustaba: no tenía esa estupidez elitista que hay en miles de melómanos a quienes les deja de gustar un grupo si lo escuchan más de 10 personas. No, yo quería que The Stone Roses y The Jesus And Mary Chain, Pulp y Pixies, Sonic Youth y The Smiths se escuchasen en Matara y en Yanamango, en los bien sabrosos barrios de Santa Elena y Lucmacucho, y en los centros poblados de Yanamarca y Huacariz, lugares cajamarquinos –y campesinos– donde la radio tenía su mayor audiencia.

No sé sí logré mi cometido, lo que sí sé es que la chica que en las madrugadas vendía chupe verde y caldo de gallina en la plazuela que estaba a media cuadra de la radio, nos miraba con adoración, especialmente a Danilo, ‘El Bambino’. Digo, el hombre escuchaba una música espantosa, pero, la verdad, era más guapo que yo.

Yo solo quería pasar mi música, hablarle a la gente de Lou Reed, decirle que había fundado Velvet Underground y que en esa banda había compuesto, con la ayuda del genial John Cale, dos de los mejores álbumes (“The Velvet Underground & Nico” y “White Light White Heat”) que el rock ha conocido; contarle que un demente llamado Iggy Pop había hecho mierda su vida a cambio de discos fundamentales como “The Stooges”, “Raw Power” y “Lust For Life”; que en el mundo existía un pastrulo genial y poeta llamado Bob Dylan, quien había cambiado de religión pero no de vocación; que en el Perú teníamos a Daniel F, un loco purito corazón que había mandado al carajo a toda una movida contracultural por ponerse a hacer, con sus “Kursiles Romanzas”, canciones de amor, y que si algo valía la pena en la vida era ser como ellos: rebeldes, locos, poetas, geniales... rockeros (el mejor oficio del mundo, con perdón del periodismo).

Y claro, como yo era un loco que hablaba con pasión de la música que escuchaba y ponía en la radio, un día un amigo me pasó un disco y me dijo: “Escúchalo y me dices qué te pareció”. Lo escuché y le dije qué pensaba del esperpento (que eso era lo que era). “Ya”, me dijo, “ahora escríbelo”. Hasta entonces yo era un francotirador verbal y a las justas había escrito unos poemitas malísimos dedicados a chibolitas sin mañana afectivo posible, pero, como tímido no era, acepté el reto.

Tomé una libreta de notas y descargué toda mi furia, digo, todos mis argumentos, en contra de ese disco que, “si tu vida vale la pena y te quieres un poquito, no debes escuchar jamás”. A mi pata le encantó mi raje, digo, mi crítica y la publicó en su fanzine. De allí en adelante me hizo escribir dos, tres, cuatro reseñas por número hasta que el fanzine, como es común en este tipo de publicaciones, dejó de publicarse. Pena no sentí porque escribir me costaba un montón: había que estar atento a la sintaxis, a la concordancia; al punto, a la coma y a la puta madre. Y, encima, mi pata no pagaba un carajo.

Hablar en la radio era otra cosa. Pero, al parecer, el irme de boca les gustó a otros de mis amigos que se dedicaban al periodismo, quienes, al poco tiempo, me pidieron colaboraciones para las revistas y periódicos donde hacían de editores, jefes de redacción y demás cargos con poca paga, nulo presupuesto y sin subordinados.

Así, del fanzine pasé al diario y a la revista; y de la crítica musical me trasladé a la crítica literaria y cinematográfica. ¿Con qué autoridad? Con la que la que da el desparpajo... y así sigo hasta hoy.

Es decir, por descarte y por no tener talento ni ganas para otra cosa (sino revisen mis notas en las varias universidades por las que pasé), caí en el periodismo. “Preciosa”, le dije a mi ex, quien me sugirió sumergirme en este oficio, “creo que mis programas de radio y mis textos contra, digo, sobre discos, libros y películas, son periodismo”. “Ya, estudia eso. No sé para qué sirve ni bien a quién le hace, pero, con que esta vez acabes la carrera, yo me doy por satisfecha”, me dijo desde su sabiduría oriental.

Pero el periodismo nos lleva por caminos insondables, por senderos que no nos trazamos y por sueldos que no merecemos. Al mes de empezar la carrera en la UPC –viejo ya, con 27 años– fui seleccionado como “practicante”, sí, “practicante” de la sección Cultura de El Comercio.

Mi jefa fue Marcela Robles, de quien aprendí casi todo lo que sé de periodismo hasta hoy. Marcela es una de las mujeres que más quiero en esta vida. A ella le debo lo más importante que tengo después de mi hijo: la autoestima, el creer en mí; el haberme dado cuenta de que esas miles de horas que me las pasé leyendo “libros inútiles” y escuchando “discos ruidosos” (es decir, purita literatura y purito rock'n'roll) durante mi infancia, adolescencia y juventud, sí valían la pena, que habían sido una buena “inversión”, que serían fundamentales para mi carrera de periodista y que la vida realmente es vida cuando uno hace lo que quiere. Y yo, la verdad, lo único que quiero es escribir. Y resulta que como literatura no hago, los textos que escribo, y me permiten publicar, son periodismo. Por eso, como dice el buen Gabo, uno se hace periodista siéndolo, y aún a costa nuestra.

Yo no sé hacer otra cosa que conversar con la gente, preguntarle por su vida y obra, sacar lo bueno de esa conversa y publicarlo.

Yo no sé hacer otra cosa que escuchar un disco, leer un libro, ver una película o ir a una muestra de arte y decir lo que me sale de las tripas, del corazón y, un poquito, de la cabeza.

Yo no sé hacer otra cosa que ir a un restaurante, a una bodega vinera o pisquera, a un bar, probar lo que me sirven, y escribir lo que mi estómago, la experiencia y el paladar que educaron mis abuelas me dictan... eso sí, nunca con mala leche, porque ese ingrediente indigesta.

Y papá, mamá, yo que casi nunca les doy la razón, permítanme seguir en plan rebelde. También en mi relación con el periodismo se equivocaron: aunque no sudo ni mis manos sangran ni se llenan de barro, créanme que a cada texto que escribo le pongo alma y rigurosidad, corazón y conocimiento, vida y algo de ética... y eso, me enseñaron Gabo y Marcela Robles, es hacer periodismo.


(Este texto está dedicado a quienes me llevaron hacia el periodismo: Lou e Iggy, Danilo y Daniel F, Gabo y Marcela, mi ex y mis viejos).