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“Yo no hago vino por dinero, hago vino por pasión"

Sebastián Zuccardi no solo es uno de los grandes enólogos de Argentina, sino del planeta. Y ha alcanzado estas cimas, como aconsejaba el buen “Gabo”, trabajando con lo suyo (su paisaje, su terroir, su clima, su gente, el Malbec) y, con él, ser universal. En esta charla hablamos de vino y su conexión con el Perú.

Publicado: hace 1 hora

No es la primera vez que conversamos con Sebastián Zuccardi, pero siempre resulta, no solo un placer, sino una novedad. ¿Por qué? Por la constante renovación y cuestionamiento de su hacer.

Lo conocimos hace unos 15 años, en la antigua bodega de Zuccardi, la empresa que fundó su abuelo y continuó su padre, el gran “Pepe”. Sus vinos eran buenos y prestigiosos, pero, acabada la cena, a los amigos allí reunidos –entre otros, Fabricio Portelli y Patricio “Pato Tapia, dos capos de la crítica enológica latinoamericana– nos hizo probar su nuevo proyecto, unos vinos de Malbec sin paso por madera, hechos en concreto y provenientes de parcelas muy pequeñas del Valle de Uco.

Nos quedamos sin palabras, paradoja llamativa en personas que nos ganamos la vida usándolas. Sucede que, en nuestras copas, teníamos una revolución, la certeza absoluta que, a partir de esa experiencia, había un antes y un después en la rica historia del vino argentino, y de las manos (y sapiencia) de un joven enólogo que apenas rondaba los 30 años.

Sí, 15 años han pasado, varios vinos de Zuccardi han obtenido los anhelados 100 puntos en las listas más prestigiosas del mundo (Parker, Decanter, Atkin y más), pero lo que se mantiene es la humildad en “Sebas” y, sobre todo, su espíritu inconforme y revolucionario. El hombre sigue transformándose. Nuestro asombro y admiración, respeto y cariño, eso sí, han ido creciendo.


Lo bueno del mundo del vino es que, como manda la naturaleza, todos los años la cosecha es distinta, y siempre hay algo por contar…
No solo es distinta la cosecha. El vino es la expresión de una persona en una situación específica, en un lugar definido, en un momento determinado y siempre atado a un terroir. Además, los vinos cambian porque los seres humanos que los trabajan o los hacen también cambian.
El primer vino que hiciste, siendo casi un adolescente, fue un espumoso, el Alma 4. Han pasado más de 20 años. ¿Te sigues cuestionando tu trabajo?
Siempre me estoy haciendo preguntas. Cada vez que volvía de viaje, de visitar otras bodegas, otros países, otros procesos, me decía: “Tengo que cambiar lo que estoy haciendo. No entiendo nada. Necesito refundarlo todo”. Y lo hacía. Quien se bancó todo esto fue Marce, mi mujer, quien tenía que escucharme todos los días. Entonces, en ese momento hubo mucho cambio, una situación llamémosle “fundacional”, pero luego tuve que afirmar el camino. Estoy en esta etapa. Esto no significa que los cambios y los cuestionamientos hayan desaparecido, solo que ya no voy de una banquina a otra. Hoy viajo para confirmar que el camino por el que estoy avanzando es el indicado. He pasado de la confusión a la confirmación del camino que sigo.
¿Esta confirmación viene del prestigio, de la aceptación que tus vinos tienen en el mercado, de los premios y reconocimientos ganados?
La confirmación viene del trabajo, y de que al caminar el viñedo sentimos que nuestros vinos tienen un sentido del lugar, una interpretación que busca transparencia y pureza, detalle y precisión. Para mí, el mercado no es un lugar de inspiración; el mercado es un lugar de delivery. El mercado es el espacio donde llevamos lo que hacemos y, sobre todo, lo contamos. Los puntajes de nuestros vinos sirven, pero, sobre todo, para difundir nuestro mensaje, porque no es lo mismo que yo diga que hago las cosas bien, a que lo diga algún crítico prestigioso. Es decir, los altos puntajes nos han ayudado a visibilizar nuestro trabajo.
Ahora, si el mercado no acepta tus vinos, tu trabajo puede verse interrumpido…

Yo no hago vino por dinero, hago vino porque es mi pasión, mi vida. Estoy enamorado del lugar donde vivo. Estoy convencido de que tiene condiciones excepcionales. Sí, sé que hacer vinos tiene que ser un negocio, pero también sé que lo único que vale en la vida es la libertad, y que para poder tener libertad en el estilo de vinos que nos gusta hacer necesitamos estar bien parados, debidamente sostenidos financieramente y, para eso, claro, necesitamos del mercado, pero, sobre todo, que el consumidor nos entienda, pues muchas veces pasa que el mercado no sabe lo que quiere.

Tu tarea es guiarlo, entonces…
Mostrarle lo que hacemos, ampliarle su visión y demostrarle que arriesgar funciona. Hay dos formas de llevar una bodega. Una en la que vivimos en el lugar, lo pensamos y, luego, salimos al mercado a mostrar lo que hacemos. La otra busca su inspiración en el mercado y, por eso, a la gente que trabaja en el viñedo le dice “tienes que hacer esto así y esto asá, porque queremos obtener tal cosa, que es lo que busca el mercado”. Este modelo no me interesa porque yo tengo otra perspectiva: mi lugar es el viñedo, mi vida es viñedo; el lugar en el que quiero estar es el viñedo y es a él a quien quiero contar.
¿El lugar que quieres mostrar nació así o es producto de tu trabajo?
Vivo en Mendoza, un espacio que tiene una identidad maravillosa. La Cordillera de los Andes hace de nuestro lugar algo único: por el clima, por el suelo, por la geografía. Después, nosotros intervenimos allí. Por mucho que algunos lo sueñen, no existe la llamada “no intervención”: tenemos que sacar vegetación nativa, plantar un viñedo, regarlo, conducirlo, y luego cosechar y hacer vino. Si este mosto lo dejamos solo, pues obtendremos vinagre, entonces, tenemos que acompañarlo. La vid no quiere hacer vino, solo piensa en evolucionar y sostener la especie. Nosotros la conducimos para obtener algo, el vino. Soñar con que no intervenimos el paisaje es un error. Nosotros buscamos que nuestra intervención tenga equilibrio con el paisaje, sea sostenible en el tiempo y nos permita hacer vinos que cuenten la historia de ese lugar. En esa tarea, evitamos la estandarización, la perfección, pero sí nos proponemos lograr un vino transparente, muy expresivo de nuestro lugar.
De acuerdo, hablas de lugares, de paisajes. En ese contexto, si nos vamos a las cepas, ¿qué es el Malbec?
El Malbec es parte de nuestro terroir (el Valle de Uco, Mendoza), así como el Pinot Noir lo es en la Borgoña, la Sangiovese de la Toscana y el Nebbiolo del Piamonte. El Malbec no es el resultado de un plan de márketing. El Malbec es producto de la inmigración, y del trabajo de varias generaciones de viticultores que lo plantaron, lo seleccionaron, lo mejoraron. Por eso, tenemos un material que es prefiloxérico, es massal (viñedos plantados con yemas de vides excepcionales existentes en la propiedad circundante o cercana), ha sido seleccionado y se ha adaptado a nuestro lugar.
Como consumidor, yo aprecio una comunicación del vino desde la tierra y desde las emociones. Los descriptores meramente organolépticos no me seducen…
Tampoco me gusta hablar de esos descriptores. Ojo, no digo que usarlos esté mal y que haya consumidores a quienes les interesa recibir ese tipo de información, pero, como productor, repito, me interesa más hablar de paisaje, de terroir y de nuestra búsqueda, porque no hay bebida más diversa que el vino. Si le das el mismo viñedo a diferentes productores, cada uno te sacará un vino distinto. Por eso, la búsqueda y la interpretación son, para mí, fundamentales. Nuestros vinos hablan de un lugar específico, sí, pero también de nosotros, de la familia Zuccardi. Jamás elegiría una botella solo por el lugar, necesito saber quién la produjo. Hay zonas excepcionales para el vino, pero quien las lleva a sus más altas cumbres son algunos productores, no todos.
El Pinot Noir no estaba dentro de tu esfera creativa, pero, de pronto, decidiste hacer un vino con esa cepa. ¿Qué sucedió?
Porque encontré el lugar dónde hacerlo. Es un lugar que está fuera de lugar (risas): está tan metido en la montaña y tan alto que no se parece a nada de lo que, hasta entonces, yo conocía del Valle de Uco. Recorriendo los viñedos, probando vino y haciéndolo, siento que nuestro clima no es el mejor para el Pinot Noir. Pero también hay un morbo alrededor de esta cepa: como es una variedad prestigiosa gracias a la Borgoña, todos queremos hacer un Pinot y olvidamos que la variedad es el vehículo de expresión del lugar. Sin embargo, encontré en Mendoza “ese lugar que está fuera de lugar”, donde llueve mucho más, donde no regamos, donde la uva madura más lenta y más tarde y que puede ser propicio para expresar el Pinot Noir.
Como consumidor, sí te gusta el Pinot Noir…

Depende (risas). Estudié Agronomía, por eso, todas mis respuestas son “depende”. En la Borgoña se hacen grandes Pinot, pero los hay en Austria que son una maravilla. Sin embargo, me interesa más ir a Tenerife (España) y probar vinos de Listán Negro, a Barolo a probar Nebbiolo, a Galicia a probar Albariños. La variedad es una ecuación del terroir.

A veces, la extrema especialización impide el disfrute, el gozo, pues nos fijamos más en detalles técnicos antes que estéticos. ¿Te pasa eso con el vino?
Soy extremadamente exigente con lo que tomo. Nunca me permito relajarme con cosas que, desde mi perspectiva, son de exigencia básica. A veces abro una botella de vino, la pruebo y no la puedo tomar. Se me acercan y me dicen, “ché, pero no está tan mal, bebámoslo”, pero si no va de acuerdo con lo que yo espero de ese productor y de ese lugar, pues no lo tomo, se me cierra la panza (risas).
¿Has perdido esa capacidad de hallar placer?
No, felizmente, porque, repito, el vino es muy diverso. Cuando hallas la botella buena, del lugar bueno, del productor bueno, uno se transforma: entras siendo uno y sales siendo otro. Uno aprende bebiendo, abres la cabeza, encuentras nuevas dimensiones. Yo encuentro mucho placer en el vino, pero soy muy exigente con lo que tomo.
¿Cómo has encontrado a la reciente escena gastronómica limeña?
No creo que sea la persona indicada para hablar de ello, pero, desde Argentina, como país productor de vino, tenemos una gran oportunidad en Perú, no solo por el cariño mutuo que sentimos sino por las muchas cosas que nos unen. Luego, comer en Perú es un placer, pero un placer que nace desde la identidad. Me encanta la multiculturalidad del Perú, un elemento que les da una fuerza alucinante. Por otro lado, valoro el orgullo que ustedes tienen por su gastronomía, pues les da identidad.
¿Todos los vinos de Zuccardi tienen lugar en la gastronomía peruana?
Si, porque la cocina peruana, como los vinos de Zuccardi, no es una, sino muchas: andina, marina, nikkei, china, italiana, negra y, ahora, también venezolana. Para tanta diversidad, no hay un solo vino y, felizmente, Zuccardi tiene muchos (risas). Al igual que le pasa a la cocina peruana, yo, como productor, trabajo de una manera que genera diversidad de vinos, pues pienso a través de los lugares y sus diferencias. No son lo mismo un Malbec de San Pablo que un Malbec de Altamira o un Malbec de Gualtallary. Esto hace que nuestro trabajo sea más difícil y especializado –lo sabe mi equipo comercial (risas)–, pero Zuccardi significa multiplicidad. Busco vinos particulares que me muestren la pureza de un territorio.
¿Qué está pasando en Santa Julia, la otra bodega de la familia Zuccardi?

Hemos hecho una revolución, una que nace desde nuestros valores. Sin duda, lo hecho en Zuccardi ha influenciado mucho en esta revolución. Hoy buscamos vinos más limpios, más transparentes; menos extraídos, menos concentrados, menos dulces. A eso le hemos sumado algo que en nuestra familia esta hace mucho: el cultivo orgánico. Mi papá empezó en 1998, y hoy somos el mayor productor con viñedos orgánicos de la Argentina. Además, nos enganchamos en la producción de vinos sin sulfito, algo que el mercado busca, lo que ha significado una revolución gracias a los vinos naturales.

¿Cómo manejas el tema del volumen? Santa Julia era una bodega planteada en esos términos.
Estoy muy orgulloso de lo que hoy hacemos en Santa Julia, porque, así como hacer un gran vino de una parcela muy pequeña significa un desafío enorme, también lo es hacer vinos de cierto volumen que expresen un lugar, un clima y que sean elaborados con limpieza, calidad, honestidad y sin pretensiones. Estos dos desafíos me tienen, emocionalmente, muy conectado.
Desde fuera te podría haber dicho, mirando el éxito de Santa Julia, “lo que funciona no se toca”.
Lo que funciona siempre hay que tocarlo, lo que uno no debe hacer es hacer cosas sin sentido.

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