En Lima, al puchero le llaman sancochado. Yo prefiero usar el término ‘puchero’ porque me parece que es una palabra con más alma. Se sancochan las papas y las carnes, las verduras y las menestras, los granos y las aves, pero un puchero es mucho más que un vulgar sancochado: es un plato sibarita, contundente e infinito, que no solo se sancocha sino se crea.

Y mi abuela Julia –purita creatividad y generoso talento culinario reflejados en 145 centímetros de metálica energía, en 89 años de plena sabiduría, en seis hijos educados a punta de la venta de alfajores en las esquinas y en dos ojazos verdes y salerosos que son el faro de nuestro mundo– es la representante máxima de un puchero hecho como se debe.

Porque mi abuela es una mujer de carácter que no sirve gato por liebre, que sabe que un buen puchero se debe comer sin puchero de por medio y que este plato es generoso como su alma de matarina indómita.

Esta delicia era el manjar de nuestras celebraciones, de nuestras fiestas, de los cumpleaños familiares. Era tan bueno que todos sabíamos que lo íbamos a pedir cuando nos tocase ser homenajeados. Por eso, hoy la recuerdo tan real y plena, como aquella tarde de hace muchos años cuando la vi prepararlo por primera vez.

Hacía una semana que vivía con ella. Mi madre acababa de terminar la universidad y tuvo que irse a trabajar a Pucallpa. Como no podía llevarme, me dejó con mi papá, es decir, con mi abuela, pues mi padre, recién casado y con muchas obligaciones, delegó mi educación en mi abuela, en mi tío Manuel –un imberbe apenas siete años mayor que yo– y en mi tía Violeta.

Pero esa mañana del 7 de abril de 1982 mi padre estaba de viaje y nadie se había acordado de mi cumpleaños. Tampoco tenían por qué, pues nunca lo habíamos celebrado juntos.

Yo me había levantado muy temprano y estaba muy nervioso. No sabía si decirles a todos que ese día cumplía siete años o quedarme callado y no molestar a nadie. Pero como mis ganas de celebrar eran más grandes que mi timidez, me levanté y avancé decidido hacia el cuarto de mi abuela.

Toqué la puerta, escuché un “pase” y me instalé, las manos estrujadas y hechas un mar húmedo, frente a ella:

- “¿Qué quieres, Negrito?”, me dijo, mientras sus ojazos verdes me iluminaban y me hacían, a purita ternura, vencer el miedo.

- “Mamita Julia, usted no lo sabe, pero hoy es mi cumpleaños”.

- “¿Y qué pue el junagranpucta de tu padre no nos ha dicho nada?”, me respondió mientras se levantaba, muy matarina ella en porte y expresión, y me abrazaba y me cargaba y, a la vez, gritaba: “Manuel, Violeta, levántense jijunas a saludar al Negrito. Hoy es su cumpleaños”.

A los treinta segundos Manuel me estaba llenando el cuerpo con los puñetes y las patadas más cariñosas del mundo “porque así se saludan los machos, carajo”, y Violeta me besaba, me recriminaba dulcemente “por no haberles avisado antes” y me limpiaba las lágrimas que derramaba de pura alegría porque en ese instante me había dado cuenta de que esa también era mi casa y que allí también me querían. Mi territorio de cachorro en busca de hogar había sido marcado con amor.

Y, claro, después de los apapachos y de desayunar café pasado con rosquetes y alfajores –dos delicias matarinas con las que, vendiéndolas en plazas y mercados como vendedora ambulante, mi abuela hizo profesionales a sus seis hijos–, me preguntaron qué quería almorzar por mi cumpleaños. Sin dudarlo dije: “Puchero”, el plato generoso, contundente y perfecto que había probado hacía unos meses en el cumpleaños de mi papá, y que había revolucionado mi, por entonces, pequeño universo culinario. “Ya”, me dijo, “pero me ayudas a cocinar porque Manuel y Violeta se tienen que ir al colegio y a la universidad”. En ese momento me sentí un adulto al que le habían encargado una de las tareas más difíciles y gustosas que en el mundo existían.

“Mira, Negrito, para preparar un puchero se necesitan varias carnes. Felizmente es la primera semana del mes y hay para la res”, me dijo muy pícara mi abuela Julia. “Uy, y mira qué suertudo eres que hasta chancho y carnero me han quedado”, siguió alegrándome el día, recordando que era hija de un creador consumado de coplas carnavaleras.

Con mis ojazos aun sin miopía vi cómo limpió las carnes, cómo las trozó, cómo le puso sus especias secretas, algunas verduras –“para que le saquen todo el sabor a la carne, pues Negrito”– y cómo las puso a hervir en su cocina de leña. En otra olla puso a cocer coles, zanahorias, choclos, garbanzos y, en otra, camotes, papas, ocas y otros tubérculos.

Y mientras me iba explicando por qué esa carne iba primero, y por qué esa verdura se sancochaba así y la otra asá y por qué la única salsa que debe llevar un puchero es la de su sabor, yo pregunté: “¿Y mis invitados?”. La vi palidecer. Es más, me la imagino pensando, muy matarinamente: “San Lorenzito, ¿y ahora a quién invitamos? Hay que buscar a tus amiguitos, pues”. Pero amiguitos era lo que me faltaba. Me acaba de mudar a ese barrio, no conocía a nadie, las clases aún no empezaban y, era 1982 y estábamos en Cajamarca: casi nadie tenía teléfono... ni nosotros.

Convocar a mi familia materna era impensable. Mi madre me había dejado con mi papá en contra de la voluntad de mi abuelo y él, orgulloso como era, jamás iba a asistir a mi cumpleaños y menos a dejar que sus hijos, mis tíos, mis hermanos del alma, me visitasen en la casa de su, por entonces, mayor enemigo: mi papá.

Me puse triste y la fiesta que hasta entonces era la preparación del puchero se convirtió en oscuro velorio. Yo veía a mi abuela yendo de un lado a otro, maldiciendo al junavalienta de mi papá por no haberle dicho nada de mi cumpleaños, pensando en quién invitar, tomando un puñado de sal, pelando algunos camotes, volviendo a convocar a San Lorenzito, dándoles una movidita a las ollas. Y me hablaba y me hablaba, tratando de hacerme sentir mejor: que tenía tan buen diente como mi papá, pero que yo era más despierto; que a mi abuelo David, ‘El Marraqueta’, como traviesamente le decíamos, le encantaba el puchero y que no estaba segura si la quería más a ella o a su delicia; que su papá había sido zapatero y cantor de coplas y valses y que a punta de remiendos y de canciones había conquistado a su mamá; hasta que la escuché gritar: “La Julita”.

María Julia, “La Julita”, “July”, era mi hermana de padre. Yo le llevaba dos años y nos adorábamos, pero nos veíamos poco porque mi madre aún estaba dolida por las infidelidades de papá y no le perdonaba que hubiese tenido más hijos, aun cuando ya no eran pareja. Cosas del corazón, les dicen.

Felizmente, mi papá supo reunirnos, a veces a hurtadillas, y había posibilitado que el cariño entre July y yo se crease y durase para siempre. Ella y yo éramos cómplices de muchos juegos y lo que más nos gustaba era ir, tomados de la mano, a cosechar berenjenas e higos y fresas al inmenso jardín de mi abuela.

Pero July vivía al otro lado de la ciudad y, claro, no tenía teléfono. Mi abuela apagó su fogón, me tomó de la mano y me dijo: “Acompáñame”. Nos fuimos a La Condormarquina, una bodega que tenía como dueña a una gorda y muy blanca señora que nadie sabía cómo se llamaba pero sí dónde había nacido: Condormarca, un caserío de Matara, el pueblo de mi abuela y de mi padre (y de la famosa canción).

“Paisa, ayúdeme. Mande a uno de sus hijos a esta dirección y dígale a la María (la mamá de July), que traiga a la Julita a almorzar pues hoy es el cumpleaños del Gonzalito, mi Negrito. Tenga cinco soles: cuatro para el taxi y un sol de propina para su hijo”. “Ya, vecina”, le escuché decir. Ya tenía invitada para mi cumpleaños, mi hermana adorada, estaba feliz.

Al mediodía, María trajo a July y la escuché susurrarle a mi abuela: “No he traído regalo, no tenía plata”. “Shhhhhh”, la calló mi abuela. “El almuerzo es el regalo”. Me puse triste. Si bien me encantaba el puchero, un niño siempre espera un regalo, aunque sea pequeño, para su cumpleaños.

Llegaron Manuel y Violeta; yo seguía un tanto cabizbajo. Mi abuela nos llamó a la mesa y empezó a servirnos el puchero más delicioso del mundo. “¿Primero el cumpleañero? No, primero la invitada, Negrito, porque es tu hermana adorada. Segunda, la Mariíta, porque también es visita. Después, la Violetita, porque es damita. Ahora le toca al Manuel porque si no se come hasta el mantel. Luego viene el turno de la abuelita, porque si no come se pone malita, y al final te toca a ti porque este puchero es para un niño lechero”. Y sacó, no sé de dónde, una pelota de plástico con el logo de la U, mi equipo de fútbol, y me quitó la tristeza. Era el mejor regalo que, hasta entonces, había recibido.

Emocionado por la pelota me abalancé sobre mi abuela y al hacerlo, el pulcrísimo mantel de la mesa –usado solo en ocasiones especiales– se enganchó en mi zapato, y tiré al piso todos los pucheros que mi abuela había servido, menos el de July. Todos se quedaron en silencio mientras contemplaban el penoso espectáculo de los platos rotos y el mejor puchero del mundo tirados. Lágrimas incontrolables, dolientes, infinitas, aparecieron en mis ojos.

July, con sus cinco años a cuestas, se levantó y mientras me daba un beso y me demostraba su amor sin condiciones, me entregó su sobreviviente y humeante plato de puchero, y me dijo: “Feliz cumpleaños, Negrito”. No he tenido mejor regalo en toda mi vida.


(Fotos: María Julia Pajares)