El bar es uno de los grandes inventos de la humanidad. Imagino que surgieron de la necesidad de darles hogar a la empatía, a la comunión, a la amistad. Dos amigos debieron tener la necesidad urgente de conversar y, seguro chispeados ya por una copa de alcohol, decidieron que tanta armonía necesitaba un hogar, un espacio donde explayarse, un lugar donde hacerse plena.

Hace poco, en enero, arqueólogos de la Universidad de Pensilvania (Estados Unidos) y de la Universidad de Pisa (Italia) anunciaron uno de los grandes descubrimientos de la historia: en la antigua Lagash, en el sur de Irak, encontraron los restos de una “taberna” de hace casi cinco mil años. Esta taberna contaba con “un sistema primitivo de refrigeración, un horno grande, bancos para cenar y unos 150 tazones con restos de comida. En los tazones había restos de cerveza, cuyo consumo era bastante común entre los sumerios”.

Hasta entonces, se consideraba que el Sean’s Bar, en Irlanda, un espacio creado específicamente para beber, charlar y, a veces, comer, era el primer bar de la historia. Su fundación se remonta al año 900 de nuestra era.

Como fuese, la necesidad de beber alcohol está ligada a la evolución de la humanidad. Es más, hay bizarros científicos que afirman que, más que la agricultura, la necesidad de bebidas fermentadas fue el primer impulso que llevó al hombre hacia la civilización.

Lo explican así. En su travesía constante, los primeros nómades encontraron frutas maduras, caídas de los árboles, y ya en estado de descomposición y, claro, fermentación. Al probarlas, y gracias a los efectos alcohólicos de la fermentación, se chispearon y se encontraron en un estado, el de la ligera embriaguez, que los hacía sentirse de mejor ánimo, uno cercano a la alegría y, por qué no, a la felicidad.

Entonces, decidieron, primero, buscar y consumir esas frutas maduras y fermentadas y, gracias a su intuición, a producirlas por sí mismos. Así nació la agricultura, pero, repetimos, como consecuencia de una necesidad primaria: la del alcohol.

MI VIDA EN UNA COPA

Cuando bebo, más que un hombre primitivo, me siento ejemplo de civilidad, uno que persigue aquella condición que distingue a un hombre civilizado: la tolerancia y el respeto por las diferencias. Quizás solo encuentro ese estado cuando en el cuerpo tengo algo de alcohol.

Grafico lo dicho con una anécdota reciente. En el post de un amigo leí el siguiente texto: “I drink to make other people more interesting”. Su autor, Ernest Hemingway. Le envié la frase a una amiga y esta me respondió lo siguiente: “Esa expresión es 1000% tú”. Sin duda, me conoce. Ya quisiera yo ser Hemingway, pero de su calidad literaria estoy lejos, muy lejos; sin embargo, de su capacidad oceánica para beber estoy cerca, muy cerca.

Sí, a veces me pasa que solo soporto a algunas personas si tengo un trago en el cuerpo, pero también es verdad que entiendo al alcohol como un medio para hacer la vida más interesante o, cuando menos, más tolerable.

Con mis muchos años de bebedor a cuestas, he comprobado que el alcohol es un facilitador de la comunicación, que aclara la mente, pero, sobre todo, abre el corazón. Las confesiones más sinceras las he oído y las he ofrecido después de algunos tragos, y los consejos más sabios fueron impartidos gracias a la agudeza que activa el placer de beber. ¿Acaso hay mejor comunión que inteligencia, placer y felicidad? 

Gracias a una copa he alcanzado empatías que jamás obtuve alrededor de un vaso con agua, un jugo de naranja o una taza de café. Amo comer, amo el café, pero solo con una copa me he sentido en verdad entendido… y he podido entender a los demás.

Las mejores conversaciones de mi vida las he tenido alrededor de un trago, con amigos, con enemigos y, sobre todo, con ellas. Porque, lo reconozco, mis afectos más importantes se construyeron alrededor de una copa, casi siempre en un bar, de aquí, de allá y, cuando me toque, del más allá, pues Dios ya sabe, en su infinita sabiduría, que “edén” es sinónimo de “bar”.

SACERDOTES PAGANOS, FIELES ENTREGADOS

Ya es hora de hablar de los varios paraísos que he visitado en mi vida. Siempre me preguntan cuáles son mis bares favoritos. Pagano y politeísta como soy, en esa materia también tengo varias religiones, varias catedrales y algunas capillas.

En Lima, nunca me he sentido mejor que en el Bar Inglés, del Hotel Country, y en el Bar Olé. Su estilo inglés, con una decoración sobria y elegante, donde abundan la madera y las mesas de oscuro granito, siempre me han atraído. También su clientela adulta, cómplice, prudente.

Reconozco que su coctelería es buena, pero en otros bares he bebido mejor, pero los devotos de los bares sabemos que no solo importa lo que bebes sino con quién lo bebes y, sobre todo, con qué ánimo te llevas una copa a la boca.

Las penas se ahogan en alcohol, dicen, pero a mí me pasa que cuando estoy triste no bebo. Allí prefiero la soledad y la contemplación (si es del mar, mejor). Jamás bebo solo, y cuando quiero hacerlo busco la mejor compañía posible: ella, un amigo, un familiar, nunca una multitud. Eso sí, todos ellos siempre cómplices, siempre en estado de efervescente locuacidad. En mi religión, el silencio está reñido con el alcohol.

Volvamos al Olé y al Bar Inglés. Allí los sumos sacerdotes son Otimio Cubas, mi paisano cajamarquino, y Luiggy Arteaga. De las manos del maestro Cubas salen los mejores capitanes, esa noble mezcla en partes iguales de pisco y vermú rosso, del mundo, y Luiggy, discípulo del gran Roberto Meléndez, prepara los mejores pisco sour que en el planeta existen. Yo no les pido más. Con ese talento ya alcanzaron la gloria coctelera, pero he de reconocer que Otimio hace buenos martinis, y que Arteaga se está atreviendo a hacer cócteles más arriesgados, siempre con la impronta de lo clásico.

Mis otros dos bares favoritos están en Barcelona, una ciudad donde he sido feliz una y otra vez. Boadas y Solange son dos catedrales más imponentes que la Sagrada Familia, de Gaudí. Frecuenté Boadas cuando su obispo era el inmenso Adal Márquez, y de sus manos he probado los mejores martinis de mi vida. Una vez fui con una amiga y tan grande fue su impresión que me dijo “yo me quiero quedar a vivir aquí, y si la esclavitud volviese, que Adal se encargue de embriagarme todos los días que me quedan”. Adal, siempre sonriente, dijo que sí. Hoy Boadas está en manos de otro grande, el italiano Simone Caporale, pero permítanme la nostalgia: sin Márquez, el Boadas ya nunca será el Boadas.

Mi otra catedral catalana no es gótica, es sobria, le huye a lo recargado. Se llama Solange y, por unos años, su arzobispo fue el inigualable Miguel Pérez. No he probado en otro lugar coctelería más elegante que la de Miguel. No he encontrado un barman más comedido que Pérez. Siempre prudente, siempre educado, siempre informado. Con Miguel se podía hablar de todo, incluso de temas prohibidos en un bar, política y religión. Y, cual diplomático cuajado, siempre salía airoso. Aunque es devoto de lo tiki, allí probé clásicos insuperables como sobrios martinis, complejos negronis y, cuando retaba su creatividad, cócteles de su autoría que me alegraban la vida y me regresaban a casa más feliz que nunca. Yo que soy un escéptico empedernido y un inconforme irredimible, he de aceptar que allí siempre fui feliz, siempre. Hoy Pérez está en Madrid, dirige el bar del lujoso Four Seasons, y aun no he visitado su nueva casa, pero estoy seguro de que su impronta de elegancia y sabiduría, personal y coctelera, se mantienen intactas.

Un día, después de cenar en uno de los mejores restaurantes de Barcelona, el cocinero del lugar me preguntó dónde cerraría la noche. “Voy al Solange”, le respondí. “Ese bar es muy ‘old style’ y poco divertido”, me dijo. “Soy old style”, le dije. “Vamos al Creps Al Born”, me dijo mientras me arrastraba al lugar. En efecto, era muy divertido y la pasamos del carajo, bebiendo, bailando, gritando. Eso sí, su coctelería solo era regular.

Yo que siempre busco la excelencia, ese día comprendí que un gran bar no lo es solo por su coctelería sino, también, por su ambiente festivo. Por eso, otro de mis bares favoritos en Lima es María Mezcal. Mi enamoramiento con el lugar es reciente. Antes de abrir, me invitaron a la prueba de cócteles y estos solo me parecieron regulares; muy coloridos, sí, pero dulzones; vistosos más que sabrosos.

Mi actitud frente a María Mezcal ha cambiado, y he de reconocer que sus cócteles han mejorado, y mucho. Allí sirven ricas palomas, y su mezcaloni está a la altura de un buen negroni. Acaban de sumar a su carta algunos cócteles de autor, y su Mirrey y Doña Julia son sabrosos y refrescantes. Pero a María Mezcal uno no solo va a beber sino a gozar, a cantar rancheras y boleros y corridos, a volver a enamorarse con una de Juan Gabriel o Manzanero o Luis Miguel, y a comprobar que para vivir bien y en paz hay que sacarse los prejuicios.

¿Y quiénes son mis bartenders favoritos en esta Lima que cada día bebe mejor? Mi Santísima Trinidad está conformada por Luis “Chino” Flores, Alonso Palomino y André Querol. Alonso busca la perfección; el “Chino”, la magia; Querol, la seducción. Por eso, las visitas a Lady Bee, el templo de Alonso, es penitencia obligada. Flores no tiene bar estos días, pero sus dones se pueden beber en Cañete, el buen restaurante ubicado en Punta Hermosa. Para conocer los muchos méritos de Querol hay que viajar hasta Cusco y el Valle Sagrado… vale la pena.

También aprecio, y mucho, la coctelería del buen Joel Chirinos, hoy a cargo de Limaq. Durante algún tiempo estuvo en mi top tres, pero se alejó de las barras y hoy que ha vuelto está en busca de su mejor camino. La ruta que se ha trazado parece la correcta, ha hecho algunas concesiones, pero, vamos, un bar es un negocio y hay que sorprender, pero también gustar (y, sobre todo, vender).

Valoro la versatilidad de Manuel Cigarróstegui. El hombre es el barman corporativo del Grupo Aramburú, y es el encargado de crear, y supervisar, la coctelería de espacios tan diversos, y exitosos, como Cala, Vista Corona, Mangos, Popular, 27 Tapas, Isidro, Celeste y muchos lugares más. Amante de lo tiki, sin embargo, debo aceptar que, gracias a él, he probado algunos de los mejores aperitivos de la coctelería peruana reciente.

Aarón Díaz, en Carnaval, y Diego Macedo, en Sastrería Martínez, son otros dos estupendos bartenders. Manejan dos Mercedes con la sapiencia de un Hamilton, de un Alonso… pero yo soy fan de los Ferrari y, aunque no dejo de reconocer su valía, mi estilo va por otro lado. ¿Eso les quita un ápice de talento? No, porque quienes hemos vivido, y bebido, sabemos que no hay verdades únicas y que, felizmente, bartenders hay para todos los gustos.

Omar López es un barman con calle. Por eso, su coctelería es traviesa y atrevida, a veces bizarra. Luis Alza, no va al barrio, pero sí a la revisión de los clásicos. Siempre busca, a veces encuentra. En Viva Lima tiene un nuevo espacio para sorprendernos.

Vuelvo a Hemingway, vuelvo al maestro. Hoy es el Día del Bartender y, por un día, me voy a creer uno de ellos. Me prepararé un chilcano y me miraré al espejo y, al verme reflejado allí, diré que, en efecto, yo bebo para sentirme más interesante y más inteligente de lo que en realidad soy.