Nuestro primer encuentro con la cocina de Andrés Orellana se produjo hace unos 12 años cuando, junto con Eduardo Paz y Jimmy Rosales, abrió Tr3s, un restaurante con aires “gourmet” en pleno emporio de Gamarra, en La Victoria.

Los tres cocineros, provenientes de las canteras de Astrid & Gastón, el restaurante de Gastón Acurio, tomaron una decisión arriesgada: mantener los sabores (y las porciones) de la cocina tradicional peruana, pero dándoles cierta sofisticación. Así, sus cebiches, lomos saltados y arroces con pato eran generosos, resultaban sabrosos, pero con cierta elegancia en la presentación y en la puesta en escena.

El restaurante estuvo abierto por cinco años, del 2011 al 2016, pero Orellana decidió cerrarlo porque tenía nuevas miras en su horizonte, y la cocina de Tr3s, a pesar de ser sabrosa, se movía al ritmo de la tradición, y los ímpetus de Andrés le exigían otra velocidad, una más acorde con la renovación constante, esa donde entra la cocina de autor.

No HAY FUTURO SIN TRADICIÓN

Vayamos por el principio. Debemos decir que Orellana no le teme ni rechaza a la tradición, al contrario, nació en ella. Sus padres, como es común en este Perú mestizo, aunque asentados en Lima son provincianos: su madre es de Áncash; su padre, de Lambayeque. Ella le enseñó a comer cuy; él, pejesapos y mariscos. De ella nació su profundo amor por tubérculos, maíces y hierbas andinas; de él, su vocación por los ingredientes frescos, sutiles y con la intervención precisa.

Andrés nos cuenta que no es el primer cocinero de su familia: su abuela vendía un menú económico a los obreros de las muchas fábricas que había en la Av. Argentina, entre Lima y el Callao. Ella cocinaba y él probaba. “Yo era un goloso, hasta tenía sobre peso de tanto que picaba las ollas de mi abuela, de tanto que me gustaba comer”, nos dice, sonriendo, mientras nos relata cómo llegó a la gastronomía.

“De chico quería estudiar Arte o Cocina… pero terminé ingresando a Administración en la U. de Lima”. (Risas). “Pero no era lo mío así que, al poco tiempo ingresé a Le Cordon Bleu, a estudiar Cocina”. Sucede que sus padres son empresarios, y aunque Gastón Acurio ya era famoso y el oficio de cocinero ya tenía cierto prestigio, no se imaginaban a un hijo cocinero sino a un gerente que manejase las empresas familiares.

“Mis ídolos eran Gastón, Ferran Adrià, Joan Roca, Heston Blumenthal, y acá veía con admiración las propuestas de Pedro Miguel Schiaffino, Héctor Solís y Rafael Osterling, al punto que mi hija se llama Rafaela en honor a Osterling”, nos sigue contando Andrés, mientras recuerda sus días de curioso adolescente sentándose a comer en los restaurantes de sus ídolos.

Acabó la carrera de Cocina y consiguió un puesto de practicante en Astrid & Gastón. Allí estuvo ocho meses, justo cuando el lugar se había convertido en baluarte de la nueva cocina peruana, con mucho homenaje al pasado, pero con harta creatividad y técnicas contemporáneas.

Luego se fue a Italia, a afianzar lo aprendido en el Perú y a ampliar su universo de sabores y técnicas, más aún porque Europa sigue siendo referente de la cocina creativa. Estudió en Asti Piazza e hizo una estancia de dos meses en Osteria Francescana, de Massimo Bottura, elegido hace algunos años, por los 50 Best Restaurants, como el “Mejor Restaurante del Mundo”.

“Era el 2011, y por un tema de papeles no puede quedarme más tiempo”, nos dice Orellana. Al volver, hizo un curso de Administración en la Universidad del Pacífico porque, por un momento, volvió a cuestionar su vocación de cocinero. Entonces, apareció la oportunidad de abrir Tr3s. Le pareció un inmenso reto: llevar la alta cocina a un espacio popular, lleno de galerías comerciales… y mucho dinero. En efecto, lo fue. El lugar tuvo mucho impacto, mediático y de comensales, pero, como ya contamos, Andrés quería sumergirse en los terrenos de la cocina creativa, y Tr3s no era el lugar propicio. Entonces, abrió La Niña.

UNA NIÑA MIMADA

Corría el año 2016 y Andrés vio en una simpática y antigua casa miraflorina el lugar ideal para montar su proyecto soñado, un espacio de cocina de autor, donde reflejase su personalidad, sus obsesiones “y un menú degustación que cambiase todos los días” (ríe).

Reconoce en este atrevimiento cierto espíritu romántico y aventurero. Sin embargo, también allí comprobó que un restaurante no solo son las obsesiones del cocinero sino los gustos de los clientes. Después de ocho meses ampliaron la oferta con platos a la carta y con una barra de coctelería atrevida a cargo de Luis Alza, uno de los bartenders más reconocidos del país.

Además, La Niña estaba en la calle Francisco de Paula Camino, famosa porque allí están varios de los bares y discotecas más concurridas de Miraflores. Entonces, el público que iba a la zona antes que comida de autor buscaba un lugar para divertirse, para estar distendido, para celebrar. En La Niña habilitaron la terraza, armaron una carta de piqueos casuales y potenciaron la barra. Pronto, el lugar se convirtió en uno de los atractivos principales de la cuadra.

Así como Orellana gusta de la buena mesa y de la buena coctelería, es un apasionado de los vinos, al punto que estudió Sumillería en la Basque Culinary (una de las escuelas de cocina más afamadas del mundo, ubicada en San Sebastián, España) y, con esa experiencia, primero se dedicó a la importación de etiquetas exclusivas (por ejemplo, el portafolio de Niepoort) y luego abrió, al frente de La Niña, Curador, un bar de vinos, tapas y pizzas.

En eso llegó la pandemia. El mundo cerró sus puertas entró en crisis económica, y mantener el local de Paula Camino no fue posible. Orellana vio esto con pena, sí, pero también como una nueva oportunidad. Su familia pudo comprar la casona donde estuvo por años el famoso Café Gianfranco, en la avenida Angamos, en Miraflores, y allí decidió volver a montar, desde cero, La Niña, una Niña renovada, más acorde con las siempre variadas obsesiones de Andrés.

El local, con guiños a la arquitectura peruana precolombina, puede albergar hasta 140 comensales divididos en varios salones: un comedor principal, un lounge, un comedor privado, una generosa terraza y una imponente barra. La cocina tiene dos pisos, es abierta y cuenta con todos los artilugios que una cocina creativa requiere.

Ah, otro elemento indispensable del restaurante es su cava, una de las mejores y más cuidadas del país, que está a cargo de Joseph Ruiz Acosta, sumiller elegido varias veces como el “Mejor del Perú” y nuestro representante en varias ediciones del concurso mundial organizado por la Association de la Sommellerie Internationale (ASI), la más respetada del planeta. Por esta circunstancia, La Niña debe tener, en primer lugar, una de las mejores selecciones de vinos del país y, en segundo lugar, un maridaje que casi siempre camina sin fisuras.

Pero volvamos a Orellana: “Hacemos una cocina de la costa peruana. Nuestros insumos son 100% locales y miramos con entusiasmo el mar, sin dejar de lado, claro, productos andinos como las papas, el maíz, las mashuas –el tubérculo más consumido en el Ande– y productos de la Amazonía”, nos dice mientras recuerda que la prueba de fuego de su nueva propuesta se produjo hace poco, con el mismísimo Ferran Adrià como inesperado “juez”. Sucede que Telefónica lo invitó a dictar una charla con almuerzo incluido. La empresa eligió, entonces, a La Niña para desarrollar un menú creativo. “No lo voy a negar, me puse nervioso, pero asumí el reto”, nos dice el cocinero.

“Convoqué a mi equipo y a Arlette Eulert, cocinera amiga, y juntos desarrollamos un menú degustación inspirado en la costa peruana. Conozco la tradición peruana, me identifico con ella, pero hoy soy un cocinero más maduro, con más experiencia y conocimientos. Por eso, aunque creativa, mi cocina no debe ser confusa, al contrario, debe ser muy fácil de entender. Y eso le ofrecimos a Adrià. Con él nos fuimos al todo o nada. Durante las tres semanas previas trabajamos desde las 7 de la mañana hasta la 1 de la madrugada. Apenas dormimos unas cuatro horas por día, pero valió la pena. Probamos, investigamos, degustamos y le dimos sentido a nuestra propuesta: conceptual, cultural e histórica, porque el Perú es su historia, su cultura y sus ingredientes. A Ferran le gustó lo que le servimos, me dio algunos consejos y me transmitió mucha energía positiva”.

LA NIÑA HA CRECIDO

Y por allí transitaba el menú que probamos en nuestra reciente visita a La Niña, uno con muchos guiños al que probó, y aprobó, Adrià. Costa, casi siempre costa, y mucho mar.

Empezamos bien arriba, con un “piconudo” de almejas y conchas de abanico. En la base había un puré de choclo, una chalaquita y una emulsión de tumbo y rocoto. Delicadeza y potencia. Como maridaje, un cremant de Loire, la zona francesa pionera del uso de huevos de concreto… y del Cabernet Franc, una de las cepas de moda en el mundo.

Luego seguimos con otro plato logrado, el tiradito amazónico, que lleva almejas (en la repetición está el gusto), ají charapita y limón mandarino. Sobre este mix, crujientes de almidón de yuca y espirulina, alga que es una fuente importante de proteínas, vitaminas y minerales. Plato que gusta y nutre. ¿El maridaje? Sake. Dulzón sutil, elegancia plena.

El sivinche lo sirven en temporada de camarones (hoy estamos en veda), y resulta un homenaje sentido a la cocina arequipeña por su uso del guiñapo como base “cebichera” y su toque de ruda y ajo. Ah, este es uno de los pocos platos con espuma “tecnoemocional” que nos ha emocionado últimamente.

Un platazo son los anticuchos de cordero, tucupí, pituca y polvo de corazón. Costa, Ande y Amazonía mezclándose, congeniando, gustando. El concepto del anticucho es afroperuano, el cordero viene de los Andes (de las alturas de Tacna, en este caso) y los guisantes, de la Selva. Es un plato valiente, de sabores intensos y mucha personalidad. Nos gusta la delicadeza en un plato, pero también la salvaje intensidad de proteínas como la del cordero, esta vez, servido al punto, rojo, muy rojo, por dentro, jugoso, poderoso. Más, por favor.

Luego vino una jalea norteña con mero en tempura, loche y zarandaja. La acidez se les disparó un tanto, algo que sucede con frecuencia en la cocina peruana quizás, como nos dijo hace poco Virgilio Martínez, por un tema de gusto adquirido pues, según el cocinero de Central, a los peruanos nos encantan los cítricos, no en vano somos el país del cebiche. Igual, no hay que exagerar con los cítricos.

La carapulcra era de cuy, otra diablura significativa de Orellana, y llevaba un llamativo mix de papa seca y olluco y, de yapa, gel de mashua y encurtido. Platos como este los preferimos en su estado popular, pero, insistimos, sin riesgo, sin espíritu lúdico no hay avance, no hay renovación, no hay futuro, y la nueva Niña de Orellana ha crecido, ha madurado. Que nunca pierda su vocación por el juego y la travesura.