Mi destino favorito no es una geografía, es una persona. Pero esa persona tiene una casa, un espacio geográfico y, créanme, más que su habitación… prefiero su balcón.

Es que en ese balcón le hablé, cara a cara, por primera vez. En ese balcón la besé, boca a boca, por primera vez. En ese balcón le dije que la amaba, corazón a corazón, por primera vez.

En ese balcón hemos tenido encuentros intensos y desencuentros irreconciliables. En ese balcón ella me dijo que amaba mi boca, y yo le dije que la amaba toda. En ese balcón ella me dijo que en mí había encontrado un hombre sensible, y yo le dije que en ella había encontrado la mujer que creía idílica.

En ese balcón hemos hablado de su vida y de la mía, de sus dolores intensos y de mi alma escindida, de sus ganas de ordenar su vida y de mi vocación permanente por desordenar la mía.

En ese balcón hemos bebido y vivido, llorado y reído, callado y conversado. En ese balcón hemos descorchado botellas increíbles, pero, sobre todo, en ese balcón, nos hemos adorado y, claro, soportado.

Porque si bien hemos hecho el amor muchas veces y nuestra comunicación corporal es plena, yo la prefiero sentada, copa en mano, hablándome, dándome lecciones, siendo mi cómplice y yo siendo el suyo.

Y ahora que ese balcón me resulta tan lejano, así como extraño su cuerpo y su boca y su voz, extraño ese espacio íntimo, ese al que otras personas han entrado, pero que yo siento nuestro, solo nuestro.

Porque allí siempre tuvimos el corazón abierto. Porque allí, repito, la besé por primera vez, porque allí, insisto, la amé para siempre, porque allí, les cuento, me dijo que me abandonaba.

Si el Aleph existe, ese punto de luz que lo concentra todo, toda la vida, todos los sucesos, todas las alegrías y las tristezas, yo ya descubrí el mío. Pero, escindido y bipolar como soy, el mío, lo acepto, es una geografía, su balcón, pero también el alma de una persona, ella, mi punto de luz, mi tabla de salvación… y mi perdición.