Mi barrio cajamarquino se llama La Florida. Es famoso por su fiesta carnavalera del urpo, por la hospitalidad de su gente y porque a sus jóvenes habitantes les gustaba comer gato. Y no puedo hablar en presente porque hace más de 30 años que no vivo allí y no sé si los jóvenes que hoy transitan sus calles mantienen nuestra vieja –y exquisita– costumbre culinaria.
Sin embargo, ahora que lo recuerdo, quizás esta costumbre nuestra no llegó a convertirse en tradición porque apenas duró un par de veranos, eso sí, tiempo suficiente para comernos a todos los gatos del barrio... y de los barrios vecinos.
Corría el año 88. Alan García y Sendero destruían el Perú. Pero, en Cajamarca, un grupo de jóvenes y de adolescentes le dábamos rienda suelta a nuestra alegría con mucho alcohol, algo de rock and roll y suculentas porciones de gato. Así paliábamos el hambre y, de paso, le dábamos sustento a nuestra rebeldía generacional.
Los protagonistas no llegábamos a diez, pero, por nuestras travesuras parecíamos cien. La patota era encabezada por César 'El Toyo' Felices, el anfitrión; Alberto Narro, el cazador, y mi tío Lalo, el cocinero. Los otros comegatos éramos Julio ‘El Conejo’ Vega, James “Ñato” Silva, mi tío Jouver, Edwin, Javier 'Chiquilladas', Huguito Zevallos ‘El Charapa’ y yo. A veces caía uno que otro amigo, pero siempre en calidad de turista, de privilegiado comensal.
Teníamos entre 12 y 22 años (el menor era yo) y juntos parábamos en las tranquilas esquinas de nuestro barrio, La Florida. Nuestra preferida era la del Jr. Sucre con la Av. La Paz, donde estaba la bodega Charito, que era atendida por Nuria y Maly, las hijas de la dueña, con quienes algunos queríamos vivir todos los romances posibles.
Pero este barrio tranquilo pronto ganó fama por las costumbres de sus jóvenes. Las radios anunciaban, escandalizadas, que muchos vecinos habían denunciado las misteriosas desapariciones de sus gatos, una tragedia no solo afectiva, sino de salubridad, pues ya no había quien acabase con los ratones del lugar.
Los conductores radiales, con tono militar y muy molestos, exigían la captura inmediata de los ‘comegato’, reeducación cívica “de estos jóvenes depravados, pervertidos, sin duda, por los mensajes satánicos del rock que escuchan” y, tercero, una urgente campaña de desratización de La Florida.
Nosotros, al escuchar las noticias, sonreíamos traviesa y gustosamente. ¿Por qué? Durante meses habíamos discutido el nombre de nuestra ‘collera’ sin llegar a ningún acuerdo y, de pronto, un locutor de pacotilla nos había bautizado con un nombre que nos gustaba, que nos hacía ver como unos desadaptados –algo que siempre buscamos– y que, además, era fiel a la realidad. De inmediato nos bautizamos como ‘Los comegato’.
¿Pero cómo nació nuestra felina costumbre? Sin duda, del hueveo antes que de la necesidad. Los padres de ‘El Toyo’ se habían mudado a Lima y le habían dejado su inmensa y bien puesta casa a su disposición. ‘El Toyo’ se ganaba la vida arreglando lavadoras y refrigeradoras: era la oveja negra de la familia pues no había pasado por la universidad y, después de una larga estancia limeña, había regresado a la casa familiar. Todos nos alegramos al verlo porque el hombre era un gordito simpaticón y con una casa de ensueño, además.
Alberto, el mayor de la mancha, ya trabajaba: era el propietario de un microbús, pero le gustaba juntarse con nosotros por las pendejadas que nuestros jóvenes y desocupados cerebros solían crear.
Mi tío Lalo acababa de regresar de Trujillo, ciudad a la que había ido a estudiar, pero donde se dedicó a emborracharse sin control y a huevear en grande. Eso, en la escala de nuestros valores adolescentes, era un mérito que no se podía desdeñar.
Alrededor de estos tres líderes del lado oscuro, nos juntamos los demás. Alfredo, como ya trabajaba, ponía la plata para el trago –obviamente, cañazo con sal y limón, y solo excepcionalmente, cerveza–. Nos reuníamos en la casa de ‘El Toyo’ porque, además de ser bella, inmensa y estar desocupada, nuestro anfitrión había traído una música de la puta madre, encabezada por estupendos discos de los Rolling Stones, Queen, Rod Stewart y hasta Supertramp. Pero, como sabemos, cuando se bebe y se conversa, aparece el hambre. Entonces, en las maquiavélicas y creativas cabezas de Alberto y de ‘El Toyo’ nació la idea de preparar algún gato que, por los techos de la ciudad, abundaban. “Ya”, dijo Lalo. “Yo lo preparo. En Trujillo era mi alimento cotidiano”.
De inmediato formamos un escuadrón de caza y partimos por el felino más gordo del barrio. Tuvimos suerte, en la casa vecina había un obeso y lento gato que, además, nos conocía, y se acercó sin miedo a nuestros lascivos y salivosos llamados: “Misho, misho; ven mishito, mishito”. Y vino, el pobrecito.
Yo me rehusé siempre a ver cómo lo mataban y pelaban, pero como debía demostrar valentía y ser merecedor de integrar la collera de ‘Los comegato’, me encargaba de trozarlo, sacar las diez presas que eran necesarias para que todos nos alimentásemos. Y, la verdad, aunque la primera vez me costó, luego me convertí en el más perfecto descuartizador felino que en el mundo ha existido.
Yo sacaba diez porciones justas, medidas, tan bien cortadas que era imposible que alguno de los comensales se quejase porque le había tocado una mala presa. Compensaba las partes carnosas con el tamaño y al que le tocaba un poco más de hueso le explicaba que no había carne más deliciosa que esa, que el estar pegada al hueso la hacía jugosa, sabrosa, consistente.
Lalo, mi tío cocinero, lo hacía guisado. Los tomates, cebollas, zanahorias y ajíes que se necesitaban para el aderezo, la chicha de jora usada para la maceración y reposo, y el arroz y las papas que servían de guarnición, eran provistas por los demás ‘comegato’ en pequeños y felinos asaltos a nuestra despensa familiar.
Y era, en verdad, una fiesta a los sentidos ver cómo, cuando Lalo destapaba la olla, salían unos olorosos vapores que nos hacían salivar de inmediato. Cuando eso pasaba, hacíamos una fila india, plato en mano. James servía el arroz, ‘El Conejo’ ponía una papa sancochada al lado y Lalo cubría todo con la presa y bastante juguito.
Nos sentábamos alrededor de la inmensa mesa y, antes de empezar a comer, hacíamos un brindis por la amistad, por la buena bebida, por la música de puta madre y, por supuesto, por “los sagrados alimentos”. El pendejo de ‘El Toyo’ siempre agregaba: “Y hay que agradecer la carnosa presencia de ‘Michifuz’, pues, sin él, esta fiesta no sería plena”. “Calla mierda”, le respondíamos y nos carcajeábamos, y nos sumergíamos hambrientos y ansiosos y sin culpa, en nuestros platos.
Así pasamos dos veranos, comiendo, bebiendo, maullando. Ante los vecinos nos mostrábamos indignados por el calumnioso apelativo que le habían implantado al barrio –‘Los comegato’– por nuestra culpa. Y, aunque todos sabían que era verdad lo que de nosotros se decía, no tenían pruebas para acusarnos. Mientras tanto, nosotros, orondos, caminábamos muy bien alimentados y diciéndonos cómplicemente cuando nos veíamos: “Habla, comegato”.
Pero el fin de la fiesta llegó con el fin del verano. Los carnavales habían caído en marzo y durante sus celebraciones habíamos vivido orgías alcohólicas, afectivas y gatunas. A tanto habían llegado nuestros excesos que uno de nosotros terminó en el hospital con un coma alcohólico; otros se enemistaron para siempre por el amor de una limeñita que a celebrar el carnaval y a destruir una amistad llegó y, sobretodo, de tanto comer habíamos dejado sin gatos al barrio... excepto por el de nuestra casa, ‘Misho’, el único sobreviviente.
Se llamaba así porque nunca le pusimos un nombre ‘real’. Era el gato de mi abuelo Lucho, un patriarca, un señor de señores muy respetado en el barrio La Florida, en Cajamarca. ‘Misho’ se había salvado porque tres de los ‘comegato–’ -Lalo, Jouver y yo– siempre nos opusimos a cocinarlo. ¿Cómo hacerlo? A Misho lo habíamos visto crecer. Además, Lalo era el cocinero de la collera, jamás se iba atrever a cocinarlo, a guisarlo, a compartirlo.
Pero, lo sabemos, el amor es capaz de torcer hasta la voluntad más firme. La limeñita, sí, la que había destruido ya la amistad entre dos de nosotros, empezó a coquetear con Lalo, a decirle que era guapo (lo era), que era el más leído de nosotros (lo era) y que era un gran cocinero (lo era), pero que no entendía su ingratitud pues a ella nunca le había invitado su sabroso gato. “Es que, mamita, ya no hay gatos en el barrio”, respondió salivando, lujurioso, enamorado, Lalo. Pero, ay, estaban en nuestra casa, y justo ‘Misho’ pasó a su lado. “¿Y ese?”, dijo, coqueta cual Dalila y arpía cual Salomé, la lujuriosa y guapísima limeñita.
“No, pues, ese es el gato de mi viejo. No lo podemos comer”. “¿Ah, sí? ¿O sea, ahora eres un hijito bueno y le haces caso a tu papá? Ay, Lalito, yo pensé que tú eras diferente, no un chibolo inmaduro más”. Herido en su amor propio, Lalo respondió, piconsícimo, arrebatado: “Yo hago lo que quiero, vas a ver. Ya, ‘huona’, baja esta noche a la casa de ‘El Toyo’. Hoy te prepararé gato". “Ese es mi Lalito”, dijo la limeñita, y lo beso. “Pendeja”, murmuró Lalo, mientras gritaba, ya arrepentido: “Misho, Misho”.
Esa noche, Lalo hizo todo solo. No convocó a Alberto ni me pidió trozar el gato. Sabía que lo que hacía estaba mal, pues había criado a ‘Misho’, lo había visto crecer. Es más, uno de sus juegos favoritos era retozar con él y, al hacerlo, maullar a dúo. Por eso, cocinó molesto, gramputeando solo, bebiendo más que de costumbre (que ya era bastante).
Después de las dos horas de cocción, sirvió, se sentó a nuestro lado y no comió. La limeñita, la única que sabía a quién estábamos comiendo, se le acercó, lo quiso acariciar, lo quiso abrazar, lo quiso besar. Lalo, mirándola con odio, le dijo: “Suelta, mierda”, y empezó a llorar.
Cuando terminamos nos dijo que nunca más iba a cocinar y que sus días de desorden y alcohol habían terminado. Al día siguiente, para alegría de mi abuelo, un hombre sin gato que lo maúlle, regresó a Trujillo, y se puso a estudiar.