Tomo es un suceso, un auténtico suceso. En esta Lima donde cada día se abren nuevos espacios, Tomo mantiene una clientela que, no solo se mantiene fiel, sino que se incrementa día a día.

Abierto en 2019, un año antes de la pandemia, en un pequeño local de la Av. Benavides, en Surco, pronto fue ganando fama y prestigio gracias la calidad de lo servido y al “boca a boca”.

Sus primeros y más fieles clientes provenían del propio mundo gastronómico, cocineros, mozos, sumilleres y bartenders, quienes, acabado su servicio de los domingos, buscaban un lugar sabroso para comer. Tomo era uno de los pocos, y buenos, lugares abiertos los domingos por la noche. Así que allí, a ese huarique nikkei surcano, caían varios de los paladares más entrenados de Lima.

Con los cocineros llegaron también los periodistas, y los “new kids on the block”, los foodies e influencers, quienes quedaron deslumbrados por lo allí servido, por esa mezcla de insumos de primera, sabores peruanos, toques orientales, mucha técnica y llamativas presentaciones.

Tomo ha basado su éxito, primero, en el trabajo esforzado, dedicado y excluyente de sus fundadores, los cocineros Jeremy López y Francisco Sime, y de su socia, Brenda Palomino. Segundo, en un conocimiento certero de los gustos de los peruanos, quienes tienen una notoria preferencia por las salsas abundantes, los toques picantes, las notas dulzonas, los cítricos envolventes y cierta pretensión “gourmet” que se expresa en su apego a los sabores trufados, a los foie grass y a la abundancia de umami. Tercero, a su opción radical por ingredientes de gran calidad. “El insumo no se negocia”, nos dice López parafraseando el lema de Héctor Solís, el cocinerazo que dirige Fiesta y La Picantería.

una historia de perseverancia

Como toda historia que vale la pena contar, hay un pasado por revelar, más aún si se mira a la cocina como oficio máximo, como vehículo hacia el placer, es decir, como una obsesión.

Jeremy López tiene 36 años, la mitad de ellos, como cocinero. Estudió en D’Gallia, pero su formación la afianzó en la cancha, cocinando, aprendiendo de los grandes. Su primer maestro fue el capo José Montes, quien durante muchos años estuvo al frente de la cocina del Hotel Sheraton.

Con el paso de los años nos iremos dando cuenta del inmenso aporte que, para la cocina peruana, ha significado el cusqueño-piurano José Montes. Gracias a su trayectoria, y al apoyo del Sheraton, este cocinero organizaba festivales a los que convocaba, sin temor, a los mejores exponentes de la cocina popular peruana. Los huariques top del Perú, esos espacios llenos de sabrosura, pero carentes de infraestructura, tenían la oportunidad de mostrar sus mejores creaciones en un hotel cinco estrellas.

Así, al Sheraton llegaron La Chayo, de Piura; Huanchaco, de Trujillo (y La Victoria), Sonia y El Rincón que no conoces (de Chorrillos y Lince), y hasta el primer Fiesta, recién aterrizado de Chiclayo. Allí, con Montes y siguiendo la buena sazón de estos cocineros tradicionales, López alimentó su curiosidad y le sumó galones a su vocación.

En el Sheraton estuvo cuatro años. Pasó por todas las áreas, de banquetes al rodizio, de la panadería al restaurante Las Palmeras, de turnos de día a turnos de madrugada. “Quería aprenderlo todo”, nos dice, y tan obsesionado estaba con la cocina que, cuando hacía turnos de madrugada, hasta se impuso la tarea de buscar prácticas, durante el día, en los restaurantes más sonados de la ciudad. Durante dos meses fue practicante del 550, el restaurante que, por entonces, dirigía Israel Laura en Miraflores.

En eso vino una de las primeras ediciones de Mistura, y consiguió un puesto en Niqei, un restaurante con espíritu oriental que puso un stand en la feria. “El restaurante era malo, pero significó mucho para mi formación por circunstancias ajenas a su cocina: allí conocí a Francisco Sime, mi amigo y socio desde entonces, y a Javier Matsufuji, uno de los fundadores de Edo, y cuya familia fundó Matsuei, ícono de la cocina nikkei”, nos dice.

Acabado Mistura, Matsufuji les ofreció trabajo en Toqu, un fast foof nikkei que acababa de abrir en Chorrillos. López y Sime no dudaron en aceptar. “Del Sheraton ya lo había aprendido todo, y a Francisco y a mí nos llamaba mucho la atención la cocina nikkei. ¿Por qué? Por su orden, por su limpieza, por su prolijidad, por el respeto máximo hacia los ingredientes, por sus técnicas pulidas”, nos dice Jeremy.

Pero Sime y López querían volar más alto. Hablaron con Matsufuji y le pidieron una oportunidad en Edo, el restaurante que estaba popularizando la cocina nikkei en Lima, y cuyo éxito se manifestaba en la inauguración frecuente de nuevos locales en Miraflores, en Magdalena, en Surco. Justo acababan de abrir una sede en El Trigal, en Surco, y allí había un espacio para López. Este vivía en San Martín de Porres, así que solo el traslado desde su casa a Edo le significaban unas 3-4 horas al día. No le importó. Quería sumergirse en lo nikkei, y sentía que, por entonces, Edo era la mejor escuela.

“Yo admiraba a Hagime Kasuga, de Hanzo: su imagen, su cocina, su técnica. Por mi padre sabía quién era Humberto Sato y su trabajo en Costanera 700. También sabía que Toshiro Konishi tuvo su primer restaurante en el Sheraton, y que La Buena Muerte, en Barrios Altos, el barrio de mi padre, era otro de los referentes de la cocina nikkei”, prosigue López.

Al poco tiempo, se convirtió en el primer jefe de barra no nikkei de Edo, todo un mérito en espacios donde el componente étnico a veces es una regla no escrita. Se abrió una plaza y convocó a Sime, su amigo y partner en terrenos culinarios. Allí conocieron a Coco Tomita y a Renato Kanashiro (ambos ahora en Shizen, otro de los referentes de la cocina nikkei de nuestros días) y se dieron cuenta de que los mejores cocineros no son solo los que mejor cocinan, sino los que tienen una formación integral, no solo en terrenos de su oficio, sino en otros ámbitos como la economía, la cultura y hasta la política.

“A Edo venía gente diversa, de políticos a empresarios, de artistas a banqueros, de músicos a amas de casa, y como se sentaban en la barra era inevitable departir con ellos, y debíamos tener temas de conversación. Como anécdota, en mi micro, desde San Martín a Surco, leía mi Gestión, y así me informaba de la economía del país y del mundo. Al empresario, al banquero, que llegaba a Edo le lanzaba un comentario, una pregunta, y como todos quieren ser escuchados aparecía la empatía, la conexión, hasta alguna amistad. Las propinas de ese Edo de El Trigal llegaron a ser alucinantes”, prosigue López.

Después de dos años y medio en Edo, Jeremy sabía que tenía que dar un salto más. Apareció la oportunidad de ir a Maido, y no lo dudó… a pesar de que su sueldo sería 50% más bajo. “Sentí que volvía a empezar de cero. Si bien Edo era un gran espacio, los procesos de Maido eran distintos, más sofisticados”. Corría el año 2016, justo cuando acababa de debutar el menú degustación amazónico, para muchos la cima de la cocina de Mitsuharu “Micha” Tsumura, el gran cocinero que dirige este espacio nikkei recién nombrado como el Mejor Restaurante de América Latina según los 50 Best Restaurants.

Como en sus otros trabajos, al poco tiempo Jeremy reclutó a Francisco y juntos estuvieron en Maido durante algo más de dos años. En esas andaban cuando les salió la posibilidad de montar un restaurante en Santiago de Chile. Vieron la oportunidad de hacer algo de caja para, a su retorno, después de un año, abrir, por fin, el sueño de toda su vida: el restaurante propio.

TOMO, AMIGO EN JAPONÉS, UMAMI EN BOCA

¿Dónde abrir su local? ¿Miraflores, San Isidro, Barranco? “Surco”, dijo Sime. “Surco es un distrito residencial, donde la gente vive. Es decir, siempre busca dónde comer. San Isidro y Miraflores son, muchas veces, lugares de tránsito”. Ante tanta verdad, Jeremy no tuvo más que allanarse. Alquilaron un pequeño local a pocas cuadras del Óvalo de Higuereta, restaurante que, a los pocos meses, se convirtió en referente de la cocina nikkei.

“Durante los primeros ocho meses no recibimos un sol. Todo era para pagar proveedores, para reinvertirlo en el negocio, para subvencionarlo. Felizmente, el boca a boca llegó pronto y nos convertimos en uno de los restaurantes favoritos del mundo gastronómico porque éramos de los pocos lugares que abrían los domingos por la noche”, nos recuerda López. Y tiene razón, Tomo, que significa “amigo” en japonés, se convirtió en una referencia de la nueva cocina peruana, hecha por cocineros entusiastas, aplicados y obsesivos como Sime y López.

De meses en rojo pasaron a colas en la puerta. De dos personas en cocina, ellos, y una en sala, pasaron a 18. De ir ellos mismos al mercado pasaron a establecer horarios de atención para proveedores.

El éxito fue tangible, real, merecido. Muy trabajado. Premio a la constancia y a la dedicación extrema. Además, para ordenarse, sumaron a Brenda Palomino, esposa de Francisco, como administradora. “En términos de la marcha del negocio, hay un antes y un después desde que llegó Brenda. Nosotros solo sabemos cocinar, pero no tenemos idea sobre cómo llevar una empresa”, nos dice López mientras no se cansa de alabar las muchas virtudes de Palomino como gestora.

En eso vino la pandemia… y otra vez a la angustia de llegar a fin de mes, de cerrar el negocio y esperar en medio de la incertidumbre. “Mantuvimos el local, y apenas se habilitó el delivery lo implementamos”, nos dice López mientras nos cuenta que él mismo fungía de transportista en su avejentado auto. Eso sí, siempre apostaron por el producto de excelencia. “Felizmente, teneos una clientela que, cuando tiene garantía de que las cosas son buenas, paga sin problemas”, agrega.

En esas andaban cuando apareció la posibilidad de la mudanza, de trasladarse a un nuevo, más grande y mejor local. Negociaron el alquiler-traspaso, y desde el 2020 ocupan una antigua casa miraflorina de la calle Francisco de Paula Camino, calle famosa por sus bares y discotecas. Anunciaron su traslado apenas dos días antes de la mudanza… y el primer día ya tenían cola.

Son los rara avis de la cuadra: no tienen letrero y trabajan a puerta cerrada. Eso no impide que, al día, atiendan entre 200 y 300 personas. Su éxito es tal que, de las dos personas de sus inicios (López y Sime), hoy su equipo lo conforman 50. Siguen atendiendo de lunes a domingo, aunque ahora descansan los domingos por la noche.

Con la miel del éxito como ingrediente de sus vidas, siguen apostando por la calidad. “Acá generamos experiencias. Somos muy exigentes con nosotros mismos, por eso, siempre estamos renovándonos, cuestionándonos; vivimos en constante reingeniería. Además, más que cocineros buscamos un equipo sólido, con múltiples saberes. Por eso, por ejemplo, nuestro bar más que complemento de lo que servimos apunta hacia la coctelería de autor. Otra muestra de nuestra constante evolución está en que ya implementamos nuestro laboratorio de creatividad”, nos dice Sime recordando sus días donde el diario Gestión era una de sus referencias.

Les han propuesto abrir Tomo en Dubai, en Estados Unidos, en Chile, en todo el mundo, pero Tomo solo habrá uno. “Queremos crear nuevos conceptos, diversificarnos, pero el crecimiento irá por ese lado. Tomo siempre será único”, afirma con firmeza Jeremy.

¿Y qué lo hace único? Repetimos, su sólido conocimiento del paladar peruano, ese donde lo profuso exige carta de ciudadanía, curiosamente con productos que en estado natural y con mínima intervención ya resultan sabrosos.

“Nuestras bases son muy tradicionales, propias de la cocina japonesa: shari, shoyu y katsuobushi, es decir, puro umami”, nos explica López. Y sí, mucho umami hay en sus almejas acebichadas con cushuro, ovas de salmón, shiso y calamar, o en su sashimi de toro que es madurado durante cinco días y, en este reposo, aumenta la concentración de umami propia del atún.

Otra creación de la casa que ya es un clásico de la nueva cocina peruana es el nigiri Bachi, que lleva conchas de abanico, langostino, aceite de trufas y loche. Nos lo describieron como un orgasmo femenino en boca. Damos fe. Como curiosidad, fue creado a petición de un cliente. “Siempre estamos atentos a las sugerencias de nuestros visitantes, más aún si estos son competentes, y en Tomo recibimos un público conocedor”, dice con orgullo Jeremy.

Nosotros tenemos una debilidad por el foie grass: sus notas potentes, grasas y dulzonas siempre nos han conquistado. En Maido, un nigiri maravilloso lo tiene como ingrediente principal. En Tomo le han sumado otro portento, una concha fresquísima. Sí, los insumos van salseados. Qué importa, lo excelso siempre sobresale.

Las ostras que sirven llegan de Casma. Las pueden servir al natural, pero siguiendo su concepto las presentan en tempura con una salsa de ají amarillo y togarashi. Son inmensas, son frescas y con un vino sauvignon blanc pueden alcanzar cimas ideales.

Otro de sus infaltables es el udón guanciale, fideos al estilo japonés, gruesos y jugosos, mezclados con esa delicia porcina a la que la sazonan con ajo, especias, notas cítricas y, otra vez, conchas y su coral. Hay cosas que no por reiterativas dejan de deslumbrarnos, y vaya que las conchas de abanico son versátiles.

“No buscamos aparecer en ningún ránking, pero si aparecemos lo agradeceremos”, prosigue López, pero de inmediato agrega: “Sin embargo, creemos que deberían aparecer más restaurantes peruanos en estas listas, no solo porque lo merecen –allí están, por ejemplo, Shizen, Siete, el ya consagrado Mérito, Troppo, Rocco, etcétera, todos con jóvenes cocineros peruanos a la cabeza– sino porque esto no solo beneficia a nuestros locales sino al país, y a la cadena de valor que trae consigo la gastronomía, cadena en la que hay agricultores, pescadores, científicos, empresarios, etcétera”.

Sí, son días bonitos para Tomo, ese lugar que en japonés significa “amigo”, pero que en Lima ha tomado nuevas acepciones: un espacio que te cobija y que te reta, que te engríe y que te impone nuevos límites, siempre en busca de ese bocado que sepa un poquito a felicidad.