Como a las grandes deidades, a Javier Wong se lo adora o se lo mira con recelo. Sucede que su talento no permite medias tintas: inspirado, es un maestro; en sus días malos, no atiende a nadie; por eso, por su capacidad de conocerse a sí mismo, es un genio (de la cocina).

Ferran Adrià ha dicho de él que su cocina de un metro cuadrado y de excelsos ingredientes es vanguardia pura. Gastón Acurio, el cerebro detrás de la revolución gastronómica peruana, lo ha llamado cocinero utópico porque cocina lo que quiere y atiende a quien le da la gana… y a todos los hace felices. El desaparecido Anthony Bourdain, personaje que fue máximo representante de la cocina hecha espectáculo televisivo, le dedicó un programa a su mítico cebiche de lenguado. Tres luminarias rendidas ante las destrezas de Javier Wong, un cocinero mayor que ha alcanzado la gloria gracias a un cuchillo y a los cinco ingredientes de un cebiche perfecto: pescado, limón, cebolla, ají limo y sal.

Inmediata, simple, genial 

Javier Wong se hizo cocinero por necesidad. Tenía 22 años y el presupuesto familiar no alcanzaba: los ingresos de su madre eran insuficiente para mantener a tres hijos. Javier, intuitivo como los grandes talentos, le sugirió a su madre poner un negocio de cocina: en los alrededores se habían instalado muchas fábricas con cientos de hambrientos comensales.

Convocaron al tío Daniel como cocinero del local y, colocaron una mesa larga con ocho sillas y tres bancos y, de pronto, el negocio familiar pasó a cumplir una doble función: restaurante y bodega (así se le llama en Lima a las tiendas de abarrotes). Javier, hasta entonces, atendía las mesas, lavaba los platos y botaba la basura… la cocina aún era territorio ajeno.

Pero un día el tío Daniel enfermó, y Javier tuvo, por necesidad, que tomar sartenes y cuchillos, pescados y mariscos, verduras y ajíes, y empezar a preparar –jamás a imitar– algunas de las delicias con las que su tío Daniel embelesaba a sus comensales.

Porque Javier pronto comprendió que él no tenía ‘clientes’, él tenía ‘comensales’; la diferencia entre unos y otros es abismal y dejemos que el propio genio cebichero nos la explique: “El cliente es el que va (a un restaurante) porque tiene que comer; el comensal es el que va porque quiere comer ‘eso’ que preparas de una forma particular, con ‘estilo’”.

Y estilo es lo que le sobra a Javier. Su cocina es inmediata (puede preparar un cebiche en un minuto y se jacta de hacer un lomo saltado en 21 segundos –“los he cronometrado”, dice sonriente) y se desarrolla en solo un metro cuadrado. Esta ‘condición territorial’ es la que maravilló a cocineros como Adrià y a inmensos críticos como el ya fallecido Xavier Domingo.

Porque la cocina de Wong es el reino de la simpleza: un cuchillo, una tabla de picar, un cucharón, un wok, un fuego intenso y un metro cuadrado son sus materiales de trabajo; sus ingredientes, lenguados inmensos (solo lenguado, siempre lenguado, “el más noble de los peces”, en sus palabras), verduras fresquísimas y su talento.

En su restaurante jamás se servirá un carbohidrato, olvídese usted aquí del camote o del maíz como guarniciones cevicheras: “Yo cuido la salud de mis comensales; por eso yo llamo a mi cocina sana, fresca, simple y sencilla”. Es la cocina de un genio que, gracias a la economía de recursos, ha encontrado la perfección.

Lo mejor siempre en casa

Después de la etapa inicial en la bodega familiar y muerto ya el tío Daniel, Javier trasladó su restaurante a su casa de la urbanización Santa Catalina, siempre en el distrito de La Victoria, barrio jaranero y cebichero, y uno de los más populosos de Lima.

Allí, a puerta cerrada, siguió construyendo su leyenda, aquella que ha llevado a decir a poetas y sibaritas, a políticos y a empresarios, a artistas y a diarios como The Guardian y a portales como Trip Advisor, que en ese local de Enrique León y García 114, que tiene apenas ocho mesas con capacidad para 32 personas, se prepara el mejor cebiche del mundo.

Y razón no les falta: Wong tiene siempre los lenguados más grandes del planeta (solo él, el mar y sus proveedores saben dónde y cómo los consigue), y con ellos prepara un magnífico cebiche que es una cima indescifrable a pesar de sus solo cinco ingredientes y ninguna guarnición: lenguado, ají limo, cebolla roja, limón y sal (y un poco de pimienta y, oh sacrilegio, glutamato monosódico). Se permite algunas travesuras, algunos ingredientes nuevos o ajenos, pero a estas creaciones nunca las llamará ‘cebiches’, las llamará ‘crudos’. “Es que el cebiche es único, no hay que permitir que mancillen su nombre”.

Y Javier no necesita ni cocciones al vacío, ni sifones, ni espumas, ni esferificaciones para preparar unos maravillosos platos calientes: con un wok (una sartén china) y un fuego intenso (siempre en su metro cuadrado) prepara unos saltados inmediatos y siempre distintos.

Sucede que Wong es un psicólogo de la cocina: “Te veo y, de inmediato, sé qué quieres comer”. En su territorio no hay carta y solo se pueden pedir cebiches y saltados, y de estos, los hay de tres tipos: salados, dulces y agridulces. Como él mismo dice: “Mi cocina es creativa, yo nunca he creado dos platos iguales”. Nosotros, que lo hemos visitado cientos de veces, podemos dar fe que es así.

Y así como es un psicólogo, tiene una personalidad de acero y un carácter indomable. Si a primera vista no le caes bien, no te atiende, y si no tienes reserva, no vayas a su restaurante… ni así seas el presidente de la República. Hay una leyenda urbana que dice que a un expresidente lo sacó a empellones. Conociéndolo, la historia resulta verosímil.

Maestro y rebelde, Javier Wong ha sabido construir su leyenda con un cuchillo, un lenguado, un metro cuadrado y el fuego de su corazón. ¿Sí o no que es un genio?


(Texto originalmente publicado en la revista Avianca).