Su cocina es deliciosa, siempre. Tenga esta toques mediterráneos, peruanos, amazónicos, españoles y hoy, marinos. Pedro Miguel Schiaffino siempre gusta.

Pocos cocineros como Pedro Miguel generan tanta unanimidad con respecto a su talento en los fogones. Tirios y troyanos damos cuenta de su creatividad y, claro, de su versatilidad.

La Diversidad como emblema

Con casi tres décadas de experiencia, Schiaffino ha transitado por varios estilos de cocina. Formado como cocinero en Estados Unidos e Italia y sumergido en la gastronomía mediterránea, al regresar al Perú ingresó a dirigir, bajo la guía de ese gourmand inmenso llamado Óscar Velarde, la cocina de La Gloria, por entonces el restaurante estrella de una Lima que ya se pretendía cosmopolita. Allí, en sabrosa armonía, combinó su experiencia europea y le dio una novedosa mirada a la despensa peruana y a algunos de sus clásicos.

Luego estuvo en la Huaca Pucllana, restaurante peruano por excelencia (con algunos guiños a cocciones ibéricas, eso sí), donde la conexión con sus raíces locales se afianzó. Mientras esto sucedía, también dirigía su atención hacia la despensa amazónica, esa infinita fuente de inspiración que, durante casi dos décadas, lo tuvo como emblema, como representante informado, como divulgador entusiasta.

Así nació Malabar, punta de lanza de la cocina amazónica de vanguardia. Con respeto, amor y curiosidad se sumergió en ese universo por descubrir, en su biodiversidad infinita, en sus plantas desconocidas y sanadoras, en sus frutas ilimitadas y deliciosas, en la complejidad y las posibilidades del cacao de origen, en sus ríos riquísimos, pero siempre en peligro de contaminación, en sus peces prehistóricos y generosos y, sobre todo, en su gente, guardiana de una despensa y, sobre todo, de una cultura por descubrir, pero, además, por conservar y proteger.

Luego vino Amaz, donde la propuesta de Malabar se hizo más democrática, un poco en la onda de lo que hoy se denomina “comfort food”, donde patacones, juanes e inchicapis, clásicos de la cocina popular amazónica, adquirían nuevas tonalidades, nuevas presentaciones, pero conservaban su esencia y, oh maravilla, hasta resultaban más sabrosas.

Y claro, también se daba espacio para potenciar su creatividad poniendo sobre la mesa, por ejemplo, al tucupí, un aderezo hecho con una yuca venenosa, y paiches milenarios, pez amazónico que Pedro Miguel ayudó a sacar del estado de extinción en el que se encontraba promoviendo criaderos y una pesca sostenible. Solo por esto, este tremendo cocinero ya merece un lugar en la Historia (así, con mayúsculas) de la cocina peruana.

La pandemia lo obligó a cerrar Malabar y Amaz. Entonces, junto con Luis “Chino” Flores, el muy capo bartender que dirigía los bares de sus restaurantes, se hizo cargo de La Pulpería, una especie de bodega gourmet donde, además de tapas, cocteles y excelente café, vendían estupendas verduras orgánicas de los valles próximos a Lima. El concepto fue un éxito, tanto que, con otros socios, abrió al lado de La Pulpería, Mercattino, una bodega gastronómica donde es posible encontrar una panadería distinta, pastas artesanales listas para regenerar, aceites de oliva de extrema calidad (del Perú y del mundo), quesos andinos y europeos, charcutería gourmet, vinos de bodegas boutique, carne de criaderos orgánicos, carnes de caza y, otra vez, vegetales de huertos orgánicos.

También con el “Chino” Flores abrió poco después Casa Ribeyro, un bar de alta coctelería y refinadas tapas donde la dupla seguía ganando la admiración de los limeños más atrevidos, de esos que gustan de lo clásico y de lo sofisticado y, por eso, desean siempre atreverse a más. El “Chino” ya no sigue en Ribeyro, pero Schiaffino ha sabido darle continuidad a un proyecto sobrio, elegante, querible.

Una nueva vida junto al mar

En esas andaba cuando, en diciembre del 2022, fue convocado por la familia Puga, dueña de La Rosa Náutica, restaurante icónico de la cocina peruana, para transformar, sin perder su esencia, este clásico limeño.

El espacio, que acaba de cumplir 40 años, necesitaba una renovación urgente, no porque no tuviese clientes (atiende a unos 500 visitantes por día), sino porque su cocina había caído en cierto conformismo, en una zona de confort que lo alejaban, primero, de los jóvenes y, luego, del espíritu cosmopolita que ha adquirido la cocina peruana de nuestros días.

Durante los primeros meses, con el sentido común y la sabiduría que dan los años y la experiencia, Schiaffino se dedicó a observar, a conocer la cocina del restaurante, a sus trabajadores (“en promedio, los cocineros y mozos de La Rosa llevan más de 20 años trabajando acá”, nos dice), a sus clientes, a los ritos y tradiciones que se habían forjado en 40 años y que, ojo, también eran responsables de su éxito sostenido. No, a La Rosa Náutica no le iba mal, solo necesitaba darse un baño de actualidad. Con la incorporación de Pedro Miguel, además, el local aseguró calidad, creatividad y, sobre todo, mucho gusto.

“Hoy hago una cocina más simple”, nos dice Schiaffino, recordando sus días de vanguardia. No es que haya dejado de experimentar, sino que ha aterrizado su propuesta priorizando el sabor. Mucha técnica, sí; mucho cuidado en el insumo, sí; pero sobre todo una cocina sabrosa.

Una de las bondades de La Rosa Náutica es su ubicación privilegiada, en un muelle que ingresa al mar. Su solo emplazamiento es un plus. Muchos iban porque desde sus mesas con vista al mar se podían vivir jornadas románticas, sobre todo si estas eran bañadas con la luz del atardecer o de las estrellas que la noche limeña tímidamente ofrece.

“Estamos, literalmente, sobre el mar, entonces, nuestra cocina está obligada a ser marina”, agrega Schiaffino mientras nos recuerda que, a pesar de sus muchos años promoviendo la cocina amazónica, el mar nunca faltó en su propuesta, en sus emprendimientos. A la vez que Malabar montó La Pescadería, una tienda de pescados y restaurante, con sedes en El Callao y Barranco, donde siempre había insumos marinos frescos, tanto peruanos como foráneos (recordamos sus langostas y centollas gigantes de los mares del norte). Luego, hace pocos años, abrió Pesco, pescadería donde tuvo contacto con pescadores artesanales y sus zonas de pesca, también con empresarios con criaderos de ostras y conchas y demás, que le aseguraban insumos del día, de máxima calidad y a precios justos.

“Más que de pesca sostenible, prefiero hablar de pesca responsable, de esas que respeta vedas y tallas mínimas y está atenta a la diversidad”, continúa contándonos mientras pone sobre nuestra mesa un muy logrado muchame de atún con orégano y ajo, que tiene tres días de salazón para potenciar su sabor y su complejidad. “En La Rosa Náutica se trabajaba con mucho pescado congelado. No tengo nada contra ello, siempre y cuando no se congele mal, pero hay que aprovechar la riqueza de nuestro mar, del producto fresco. Acá le damos lugar a todas las especies, a los tramboyos, a los páramos, a los coches de mar. Tengo amigos que pescan con arpón, y cuando tienen un stock suficiente, pues soy uno de sus clientes agradecidos”, agrega. El muchame va acompañado de láminas de un bellísimo y carnoso tomate orgánico de tonos verdes, de esos que devorábamos cuando se vendían en La Pulpería.

“He ido introduciendo algunos cambios, pero de manera progresiva. Esta es una apuesta a largo plazo”, prosigue mientras nos sirve un estupendo cebiche de caracoles. “Es una mezcla de cebiche y solterito”, nos dice, y tiene razón. Los caracoles, en perfecta cocción, se procesan al vapor, lo que les asegura suavidad y les agrega sabrosos jugos que, en combinación con sus notas marinas, hacen sentir al Pacífico en boca. El guiño al solterito radica en su atrevida combinación con tomate picado, chalaquita, zarandaja, leche de tigre de ají amarillo y, oh maravilla, frejol de palo para llevarnos al desierto y sus bondades. Mar y costa en un solo bocado.

Uno de los platos que es 100% Schiaffino en esta nueva etapa de La Rosa Náutica es el pez espada ahumado, que consiste en delgadas láminas marinas cubiertas con una potente salsa tonnata. En este plato, Pedro Miguel regresa a su impronta italiana, a aquella clásica salsa preparada con atún, anchoas, alcaparras, aceite de oliva, un toque cítrico y algunos secretos más expresados en un aceite de jalapeños y mostaza en grano. Como guarnición, cogollos de lechuga a la brasa. Platazo.

Los calamares con salsa anticuchera son un guiño a esa simplicidad a la que hoy apela Pedro Miguel, esa donde manda el insumo de máxima calidad y mínima intervención, una que solo potencie sus virtudes naturales. “Yo me atrevería a sacar el calamar solo, a la brasa, pero entiendo que hay que darle un toque peruano, y la salsa anticuchera le viene perfecto porque resiste y potencia los ahumados propios de la parrilla, y claro, va combinada con la tinta propia del calamar”, nos dice mientras nos explica que al restaurante llega mucho público local. “Se tenía la imagen de una Rosa Náutica poblada de turistas, pero estos son solo el 30% de nuestros clientes. Acá llegan muchos peruanos, muy diversos, y esa diversidad me encanta”.

Esa diversidad, cómo no, también se refleja en reversiones de clásicos como el chupe de camarones, esa catedral de la cocina peruana que tiene como amo a un monarca, el camarón, proveniente de nuestros ríos. Pedro Miguel, oh sacrílego, oh atrevido, oh salomónico, lo sirve con su sabrosa salsa 100% coral cubriendo un mero en cocción perfecta. Dos reyes esplendorosos mostrando todas sus virtudes y compartiendo un mismo trono. Eso solo es posible en la gastronomía, en la cada vez más sorprendente cocina de Pedro Miguel Schiaffino.