"En la cocina he optado por la libertad total”, me dijo Virgilio Martínez en una entrevista que le hice hace un par de años. Aún vivíamos los rezagos de la pandemia del Covid-19 y su frase significaba, más que nunca, todo un manifiesto. Libertad para explorar, libertad para crear, libertad para transmitir su sensibilidad a través de un plato de comida.

“En Bogotá lo tenía todo, solo las ollas costaban tanto como montar otro restaurante, pero yo no estaba cómodo porque la pesca no era del día, no teníamos contacto con los productores y no teníamos acceso directo a la despensa. Yo quería entender la cocina desde el origen, desde el campo, desde los productores”, me dijo en otra parte de la charla recordando los días cuando, hace ya casi dos décadas, le tocó montar la versión colombiana de Astrid & Gastón, el restaurante de Gastón Acurio.

Instintivamente ya buscaba lo que, años después, le permitiría convertirse en uno de los cocineros más prestigiosos del planeta y, hoy, según la famosa lista de los 50 Best, dirigir el Mejor Restaurante del Mundo: Central.

Porque la cocina de Martínez se sustenta tanto en su genio como en su exploración extrema no solo de la despensa peruana sino de las personas que la hacen posible. Es decir, la cocina de Central tiene, antes que platos, rostros, nombres propios, nacionalidad; es decir, representa al Perú, su gente y su biodiversidad.

Esta transformación no fue inmediata. Recuerdo que, en 2008, cuando abrió Central, me tocó entrevistarlo. Ese espacio primigenio tenía sales del Himalaya, aceites de oliva italianos y quesos franceses. “Si puedo tener lo mejor del mundo en mi cocina, por qué no usarlo, por qué no cocinar con estos insumos”, me dijo por entonces.

Virgilio vivía una vorágine creativa, estaba deslumbrado por las técnicas de vanguardia, sobre todo las españolas, y por los sabores asiáticos, donde había cocinado en restaurantes de lujo. Y todo eso estaba en la primera carta de Central, una cocina compleja y exigente, que miraba más al mundo que al Perú; una cocina que no siempre era sabrosa, pero sí retadora y llamativa.

Todo eso cambió muy pronto. Ya Virgilio se había dado un sabático y había recorrido la Costa, el Ande y la Amazonía peruanas, pero la vuelta de tuerca definitiva pasó cuando el Hotel Palacio Nazarenas, en Cusco, le ofreció hacerse cargo de su restaurante.

Financieramente, el espacio no funcionó, pero a Martínez le permitió realizar una inserción extrema en los Andes cusqueños. Aquella aspiración de conocer el origen de nuestros ingredientes al fin le resultaba posible. Así que, más que ocas y papas nativas, conoció campesinos y técnicas gastronómicas ancestrales; más que ollucos y maíces descubrió una cultura, una cosmovisión, una manera de entender la vida; más que cushuros y uchucutas, descubrió el Perú y su verdadera riqueza. “A través de la cocina entendí la idiosincrasia peruana”, me dijo en otra de nuestras charlas.

Hace poco, en una entrevista que le hice para Innoble, una revista española, me dijo: “La receta del lujo entendido a la antigua es muy simple y fácil de lograr: pongo ostras, caviar, wagyu, trufa y champagne, y listo, pero yo busco ser coherente, dejar algo más profundo y hallar un nuevo sentido. El nuevo lujo es la autenticidad al máximo; brillar siendo uno mismo, y eso se logra mostrando nuestros insumos y nuestra cultura”. Luego, me mostró lo que una cocinera coreana que visitó hace poco sus restaurantes en el Perú –en Lima, Central; en Cusco, MIL– escribió en sus redes: “Estoy deslumbrada, hoy descubrí la cocina del futuro, una con conciencia, una con coherencia, una con historia”.

Por eso, en Martínez, el redescubrimiento del Perú y su despensa no resultó chauvinista, al contrario, resultó profundamente cosmopolita: significó mostrar al Perú en su universalidad, pero desde lo local: pasando por nuestro rico e inmenso mar, sus erizos gigantes, sus dulces conchas de abanico y sus generosas corvinas; por nuestros hermosos y accidentados andes, sus papas nativas multicolores, sus sabrosos maíces y sus vanguardistas cushuros, hasta llegar a nuestra infinita y diversa Amazonía, sus prehistóricos paiches y vistosas pirañas, su cacao Chuncho de posibilidades inagotables y su café de origen, el más gustoso que existe.

El logro de Virgilio y de su equipo, donde destacan dos mujeres talentosas como Pía León (Mejor Cocinera del Mundo en 2021) y Malena Martínez (directora de Mater Iniciativa, el centro de investigación de Central), da sustento al mensaje que Gastón Acurio acuñó hace algunos años, ese que decía que, en el Perú, más que un fenómeno puramente alimenticio y sensorial, la cocina significaba una verdadera revolución social.

Gastón tenía razón, y su frase se expresa en la cocina de Central, pues este restaurante nos demuestra que la cocina es un fenómeno cultural, que no solo significa un plato servido en una mesa, sino que detrás de él hay una historia, una cultura, una idiosincrasia, una manera de entender la vida.

El Perú hoy se luce en todos los medios informativos del mundo. Aunque polémicos y muy marcados por el márketing, los 50 Best dicen que en Lima está el Mejor Restaurante del planeta. La noticia es una bomba y su estallido resuena hermosamente hasta convertirse en fiesta.

El bien que le hará a nuestro país, y no solo a la cocina peruana, es inmenso, no solo en términos económicos, sino de posicionamiento y prestigio global. Ya sucedía que muchos sibaritas venían al Perú solo a comer en nuestros mejores restaurantes: pasaban por Central, Maido, Astrid & Gastón, Mayta, Mérito y Rafael y, de inmediato, seguían su periplo por el mundo. No les importaba nada más. Quizás algunos continúen con la misma actitud, pero otros, los más sensibles, los más curiosos, los que deberían interesarnos, podrían empezar a conocer la riqueza y diversidad de nuestra cultura –y la cocina es una de sus manifestaciones— a partir de la potencia y prestigio de nuestra gastronomía. Que esta buena nueva no sea otra oportunidad perdida.

Y como en la cocina peruana siempre hay yapa, este reconocimiento no solo prestigia a nuestra gastronomía, sino a la de Latinoamérica. México tiene una despensa tan grande y una cultura tan diversa como la nuestra. Colombia tiene dos océanos, Amazonía y Ande. Argentina, un territorio inmenso, muchísimos vegetales, carne, vino y una actitud desbordante. Brasil es un universo en sí mismo.

Hasta ayer, el camino era una trocha accidentada que se insertaba, eso sí, en un paisaje hermoso; hoy, la pista está asfaltada; el sendero, trazado. Que esta nueva vía nos traiga, además de progreso, mucho amor propio.