Yo quiero mucho a mi papá, pero con discrepancias. Yo no entiendo de purezas, ni siquiera en el amor, para mí todo debe ser cuestionado, puesto a prueba, analizado. Pero hoy es un día especial, así que dejaré las discrepancias a un lado y me centraré en las lecciones de vida que me dio Gonzalo, mi tocayo, mi papá y, por mucho tiempo, uno de mis mejores amigos.

¿Qué admiré siempre de mi papá? Primero, su inteligencia. Debo decir que, en ese terreno, fui un privilegiado. Crecí bajo el influjo de dos personas muy capas: mi abuelo Lucho y mi papá. Pocas personas con el don de gente y el sentido de la ética como mi abuelo. Pocas personas tan inteligentes como mi papá. Quizás por ese influjo, para que yo respete a una persona esta debe ser, primero, inteligente. La bondad viene después. Ojo, inteligencia entendida no como la suma de conocimientos (que Gonzalo los tiene, y muchos) sino como la capacidad para trascender la coyuntura, ver más allá de la hojarasca, tener la capacidad para resolver problemas sin enredarse. Es decir, ser un tanto visionario.

Quienes hemos convivido con Gonzalo sabemos que es un máster, una mente creativa y pragmática que encuentra soluciones de inmediato. Los problemas se los busca en territorios afectivos, pero ese es otro tema.

Entonces, al ver sus muchas luces, su inteligencia desbordante, quise ser como él: el más perspicaz, el más inteligente, el más extrovertido. No sé si lo logré, pero sí sé que, a pesar de nuestras diferencias físicas, nuestras personalidades se parecen más de lo que deberían.

Gonzalo es un hombre que se hizo solo. Salió de su pueblo, la entrañable Matara, a los nueve o diez años, y se vino a Cajamarca, a pesar de la oposición de su padre, a estudiar la secundaria gracias al impulso, empeño y durísima batalla de Julia Tapia, su madre, mi inmensa abuela.

A los 15 años ya había terminado el colegio, y a los 21 ya era un ingeniero graduado y, de yapa, un empresario avícola en ciernes. A los 26 se fue a hacer una maestría a Bélgica, un país que, gracias a sus historias, se convirtió en mítico para su familia. Que haya ido a estudiar a Europa resultó, en su contexto, todo un atrevimiento. Pero vaya que el hombre es atrevido. ¿Y por qué fue un acto de arrojo? Porque no sabía ni inglés ni francés, pero su inteligencia le permitió, primero, acabar sus estudios, segundo, hacerlo con excelencia y, tercero, aprender dos idiomas en tiempo récord.

Volvió a trabajar con la Cooperación Belga y, poco después, fue, primero, jefe local del Pronamachs, un organismo estatal dedicado a la conservación de los suelos y el agua, la especialidad de Gonzalo y, luego, por su profesionalismo, jefe nacional de ese programa. Esos días lo frecuenté mucho y fui testigo de su gran capacidad de trabajo, de sus luces para solucionar problemas, de la admiración que generaba en la gente, de alguna que otra envidia, obvio, pero, sobre todo, de su facilidad para destacar cuando estaba cara a cara con otras mentes dotadas.

Su inteligencia siempre resaltaba, a veces con humildad, pero la mayoría de las veces, seamos sinceros, también con un poquito de sana arrogancia. No lo cuestiono, la humildad está sobrevalorada. Insisto, yo tenía siete, ocho años, cómo no querer parecerme a él si mi papá era luz e iluminaba a quienes lo rodeábamos.

Gonzalo construía andenes y hacía calicatas y hablaba de suelos calcáreos, arcillosos, salitrosos y demás términos que me sonaban a sánscrito y yo evitaba, pero que hoy, que viajo por el mundo a tomar vino, me servirían de mucho pues los enólogos citan con frecuencia aquellos términos que mi papá me quiso enseñar de niño y yo no aprendí. Otra lección de vida: nunca desaprovechar la oportunidad de aprender algo. Nunca.

Aunque con poca presencia fisica en mi vida, he de decir que el hombre me enseñó a trabajar. Mejor dicho, me dio el impulso para aprender a ganarme la vida. Un día, cuando yo tenía alrededor de 13 años, me mandó a lavar su carro. ¡Si uno no lavó alguna vez el sapito de color celeste de Gonzalo no puede considerarse su familia! Dejé su Volkswagen más sucio de lo que me lo entregó. No voy a mentir y decir que no me gritó. Se puso furioso y me dijo que un hombre debía aprender a hacer de todo, de tal manera que, si caía en desgracia, pudiese ganarse la vida “aunque sea lavando carros”. 

Mientras me resondraba me miraba de arriba a abajo, de derecha a izquierda, y viceversa y, luego, casi como un susurro, pero como conclusión a su perorata, agregó una frase que me quedó marcada como un hierro, y que es verdad: “Hijo, tú tienes que ganarte la vida con tu cabeza. El trabajo físico, manual, que implique la fuerza, no es para ti”. Me leyó de inmediato. Y tuvo razón.

Para completar la lección de vida que pretendía darme, el siguiente verano me dio trabajo en su oficina. A inicios del 89, cuando yo tenía 14 años, me hizo auxiliar del PRES (el Programa de Recuperación Económica y Social), del que era secretario ejecutivo. Por fuera, parecería un trabajo menor y mecánico. En parte lo era: yo tenía que llevar y traer correspondencia, sacar fotocopias, hacer algunas compras, preparar y servir el café y demás tareas administrativas, pero el consejo directivo del PRES estaba formado por varios de los intelectuales de izquierda más importantes del país. Y como yo tenía que servirles el café en los directorios, pues los escuchaba hablar, y me deslumbraba. Y entre esas luces, la de Gonzalo no perdía intensidad.

Y como tenía también que llevarles su correspondencia, conocí sus oficinas, a veces sus casas, y como sabían que era hijo de Gonzalo, estas personas no me trataban como un conserje más sino hasta conversaban conmigo, me felicitaban por trabajar siendo tan joven, me preguntaban qué quería ser de grande y alababan a papá (claro, esto nunca se lo dije a Gonzalo).

Bueno, así supe quiénes eran Tito Flores Galindo, Héctor Béjar, Jaime Llosa, Marcial Rubio, Luis Peirano, Abelardo Sánchez León, Carlos y Rómulo Franco, Julio Alfaro, Henry Pease, Javier Iguiñiz y tantos más. Años antes, en la oficina del Pronamachs, también había conocido a Bárbara D’achille, periodista ambientalista a quien Gonzalo asesoraba en su trabajo periodístico. Bárbara murió asesinada por Sendero.

Y digo que Gonzalo me enseñó a trabajar pues, al ver a gente muy capa, empecé a averiguar quiénes eran, qué habían escrito, a qué se dedicaban más allá de reunirse con papá, y me di cuenta de que la frase “tú tienes que ganarte la vida con la cabeza” era certera, pues yo prefería las ideas, las tertulias y los libros a toda labor manual.

Así supe que Tito Flores era el intelectual de izquierda más importante del Perú desde tiempos de Mariátegui; que Béjar era un hombre con un pasado que yo romantizaba y quería emular: había sido guerrillero y compañero de armas del poeta Javier Heraud, y que su libro, “Diario de un guerrillero”, era un clásico de los rebeldes utópicos y que hasta Abimael Guzmán lo tenía entre sus lecturas; que Balo Sánchez León era uno de los mejores poetas peruanos; que Luis Peirano era un gran director de teatro, que Marcial Rubio era un profesor destacado de Derecho en la Católica, etcétera. Además, empecé a leer, la revista Socialismo y Participación y libros como Buscando a un Inca, de Flores Galindo, así como mis primeros textos de y sobre Marx, algunos artículos y libros de Basadre, Porras, Macera, Cotler, Rostworowski, Portocarrero, Heraclio Bonilla y varios más y, como era previsible, me hice de izquierda, como mi papá. Las cosas han cambiado mucho desde entonces, pero yo me sigo considerando de izquierda.

Sí, por Gonzalo supe que tenía que ganarme la vida con mi cabeza y que preparar chilcanos no es un mal complemento si te permite cierta independencia y tiempo para leer y, a veces, escribir.

¿Qué otra lección me ha dado Gonzalo? Admiro su inmensa capacidad de trabajo. En eso yo me declaro un segundón, pero, sin duda, hay que reconocerle esa virtud. “Yo trabajo incluso cuando duermo”, me dijo alguna vez, y nunca he podido sacarme la frase de la cabeza. Cada vez que haraganeo, cosa frecuente, vienen sus palabras a mi cabeza y al toque me pongo a hacer algo, porque, a pesar de que tengo 48 años, siento que si no estoy haciendo algo productivo le estoy fallando.

También admiro su honradez. Una vez me dijo otra de las frases que han marcado mi vida: “Las únicas manchas en la conciencia que debe permitirse una persona son aquellas que nacen del exceso de amor”. Estaba justificando sus desórdenes afectivos, lo sé, pero también destacando su honestidad. Gonzalo, en ese terreno, ha predicado con el ejemplo. Otra vez me dijo: “Un hombre vale lo que roba. Si robas un sol, vales un sol. Si robas, cinco soles, vales cinco soles”. No estoy seguro si me estaba incentivando a robar varios millones para valer mucho, pero, ordenémosle la idea: lo que intentaba decirme era que robar nos hace seres miserables, unos “poquita cosa”. Con pequeños deslices juveniles, yo he tratado de ser honesto y no meterme en esos problemas.

Y ya que he hablado de chilcanos, he de reconocer que Gonzalo es en parte responsable de mi gusto por la buena mesa. De Europa regresó convertido en un sibarita que bebía vinos franceses, preparaba sabrosos pescados al horno y utilizaba salsas blancas, rojas, especiadas, con ingredientes que resultaban extraños a nuestros oídos cajachos acostumbrados a cecinas shilpidas, cuyes fritos, caldos de cabeza, papas revueltas y cebiches de criadillas.

Gonzalo, junto con mis abuelas, me hizo un explorador de sabores, alimentó mi curiosidad culinaria, mi apetito y sed voraces. Yo debía probar y beber todo, y en esas ando. Y vaya que le encontré gusto al tema: lo convertí en mi oficio.

Para terminar, quiero destacar también su capacidad para reunir siempre a su familia. Sin importar con quién compartiese hogar, mis hermanos July, Érick, Edmundo, Kike, Dirty y yo siempre compartimos su mesa. Érick llegó tarde, pero se integró prontísimo. Es curioso cómo los genes hacen su trabajo: Erick y yo, y creo que también July y Dirty, por crianza y convivencia, somos hechura de nuestras madres, pero aquello que nos resulta más distintivo, aquello que nos distingue y diferencia, tiene la impronta Pajares, para bien y para mal. Espero, para quienes nos sufren día a día, que sea más para bien, porque no somos malos, tan solo somos desbordantes, exagerados, enamoradizos.

Bueno, Gonzalo ha marcado mi vida más de lo que yo quería. Sigo admirando en él su inteligencia, su capacidad de trabajo, su honestidad, su buen gusto en la mesa y un carisma que, por exuberante, resulta aglutinador. Durante mucho tiempo fue el sol sobre los que los demás giramos. Querido viejo, tu luz sigue brillando, y también tu capacidad de convocatoria: feliz día.