Es uno de los cocineros más experimentados del Perú. Con una carrera de más de 30 años, carrera que empezó en Italia, Jorge Zamalloa es un referente de nuestra gastronomía a pesar de su permanente perfil bajo, bajo perfil que desaparece cuando de don de gente y buena sazón se trata. En estos escenarios, el hombre se agranda.

Criado en la casa de sus abuelos, unos que venían de Arequipa, Cusco y Piura, donde las mesas opíparas y las charlas infinitas se imponían, al propio Jorge le parece increíble que, desde que decidió cambiar las artes plásticas por las artes de la cocina, hayan pasado más de tres décadas y, en ese tiempo, haya abierto la cocina de cuatro hoteles cinco estrellas e inaugurado cinco restaurantes más. Y eso que solo hablamos de aperturas, de inauguraciones, de formar equipos y empezar todo desde cero. Si nos referimos a cocinas por las que ha pasado, el propio Jorge pierde la cuenta, pero recuerda que, en su larga carrera, que incluye la docencia en universidades como la USIL, la UPC y la San Martín, también aparecen espacios emblemáticos como Las Brujas de Cachiche y, más cerca, Amoramar.

Desde hace 18 meses dirige la cocina del Pullman de Miraflores, uno de los hoteles de moda en Lima, tanto por su buen restaurante, Plural, como por lo atractivo de su rooftop, con bar, música en vivo y buena mesa, uno de los escenarios principales de la noche limeña. Por eso lo buscamos, para que nos diga cómo ha sabido mantenerse vigente en este universo gastronómico donde las estrellas muchas veces son fugaces.

¿Dónde le cogiste el gusto a la buena mesa?

En la casa de mis abuelos, con quienes viví. Mis abuelos eran de Arequipa, Cusco y Piura, aunque yo nací en Lima. Las mesas largas y llenas se repetían a diario porque en esa casa vivían no solo los abuelos sino dos tíos y mi familia, conformada por mis padres y cinco hijos. La casa estaba en Miraflores, era muy grande, con tres pisos y dos cocinas, y en la azotea criaban cuyes, pollos, pavos y otros animales. Yo me asomaba por la cocina y mi abuela me decía: “Ven, prueba”. Me dejaban probar, pero no cocinar. A veces ayudaba a hacer los rellenos, los panes, los postres, pero no me dejaban guisar.

¿Cuáles eran tus platos favoritos?

Las sopas. En mi familia, por su origen arequipeño, se deliraba por las sopas. Si no había sopa, mi papá renegaba, aunque estuviésemos a 30 grados en el verano y se quemase la boca. Comíamos chaque, chairo, aguaditos, chupes y más, y se cocinaba almuerzo y cena. Como los Zamalloa venían de Cusco, también comíamos cuyes, corderos y otros platos andinos. A mi padre le encantaban los pescados azules, las cabrillas y hasta la pota, y ese gusto se lo he heredado. De chico, vi beneficiar cuyes, patos, pavos. Al inicio me chocó un poco, pero pronto me di cuenta de que eran comida antes que mascotas.

¿Qué tiene que tener un plato para seducirte?

La boca, me encanta probarlo todo. El aroma seduce, pero yo necesito probar y probar. Todo el día paro picando al punto que, de tanto picar, hay días que no almuerzo.

¿Cómo decidiste hacerte cocinero?

Primero quise ser artista. En mi familia hay mucho artista, mucho pintor, como Ernesto Zamalloa, quien llegó a tener fama y prestigio en los tiempos de Venancio Shinki, de Carlos Revilla, quienes eran sus amigos e iban a nuestra casa. Cuando acabé el colegio, estudié Arte y Pintura, la cocina no pasaba por mi cabeza, pues no había ni siquiera escuelas (ríe), incluso gané un premio de pintura. Entonces, me dije, “debo afianzar mis conocimientos”, y me fui a hacer una especialización a Marino, Italia, una cuidad cerca de Roma. Mi papá me pagó el pasaje, parte de los estudios, pero necesitaba trabajar para llegar a fin de mes. En un bar, unos amigos me presentaron al dueño de un restaurante. Como nos caímos bien, le pedí trabajo. Me dio su tarjeta y al siguiente día lo busqué. Como corresponde, me pusieron de lavaplatos, y yo me propuse ser el mejor lavaplatos que había pasado por el lugar. Una semana después, cuando se abrió un puesto de asistente me ascendieron. Por entonces, tenía dos trabajos: entre las 6 y las 8 a.m. limpiaba la piscina de un condominio, luego iba al restaurante y, por la noche, estudiaba Arte.

¿Por qué te ascendieron?

Por mi curiosidad. Yo lavaba rápido y bien y, de inmediato, iba a curiosear por otras áreas de la cocina. El chef se dio cuenta y me llamaba: “Giorgio, ven, ayúdame, arma el plato”. Veía, copiaba y aprendía rápido. Allí, mi cabeza se transformó, empecé a ver a la cocina como una alternativa de vida, ya no solo un lugar para conseguir dinero. Al mes de estar en Il Portico, así se llama el restaurante, que era muy grande, de banquetes, ya había pasado por fríos, calientes, producción, etcétera. Al poco tiempo, ya reemplazaba al chef (ríe), me dejaba a cargo de todo. Allí decidí cambiar de carrera, dejar el Arte y empezar Cocina. Tenía 22 años y quería conquistar el mundo.

¿Fue una buena decisión?

Sí, pero lo increíble no solo fue el cambio de oficio, sino que, siendo peruano, me formé como cocinero italiano, especializado en cocina tradicional italiana. Preparaba venado, liebre, conchas, muchos vegetales, mucho mar y tierra; tomábamos romanella (un vino gasificado) y abusábamos del aceite de oliva (ríe). Hoy que lo pienso, uno de los días más importantes de mi vida se produjo aquella noche en un bar de Roma donde decidí irme de lavaplatos a un restaurante.

¿Por qué volviste al Perú?

Me fui por tres años, me quedé cinco. En ese primer restaurante estuve dos años, luego me fui a la Fontana Vecchia, una trattoria familiar, donde los padres cocinaban, la hija era la azafata y el hijo dirigía. Hacíamos banquetes, apostábamos por la excelencia -hoy tendríamos una estrella Michelin-, procesábamos muchos insumos, sin querer me estaba preparando, por el manejo de volúmenes, para mi futuro desempeño como chef de un hotel. Esos dos años allí fui feliz, pero hubo un momento donde el corazón se impuso: extrañaba Lima, a mi familia y decidí regresar… como cocinero italiano. Eran los 90, el boom de la cocina peruana todavía no se producía.

Nunca habías hecho un cebiche…

Nunca. Es decir, en casa, con mi papá, sí, pero como profesional, no. Volví con 26 años, no tenía trabajo y era un NN en la cocina peruana. Mi primer trabajo fue en la pizzería de un amigo… hasta fui modelo de los flyers (ríe). Justo esos días, el Vilanova, un famoso restaurante limeño de los 90, buscaba cocinero. El lugar era famoso porque servía platos de cinco cocinas: francesa, peruana, japonesa, china e italiana. Esa fue mi otra escuela, me dio mundo, panorama. Allí cocinaban franceses, peruanos; cocineros viejos de los que uno aprendía, no tanto porque te enseñaban sino porque sabían y, como eran celosos, había que robarles sus recetas (risas). Allí creé mi primer plato, un gran tortelli con yema curada y funghi porcini. Estuve tres años en Vilanova. Luego abrí Le Gourmet, en el Jockey Plaza, un espacio peruano-mediterráneo. Entonces, decidí probar el mundo de la hotelería.

Te fuiste al Double Tree…

Sí. Justo se había instalado la franquicia en el Perú y buscaban un chef joven. Me enviaron a Miami, a aprender a un hotel de mil habitaciones. Fue una gran experiencia. Comencé a viajar, a hacer festivales de comida peruana en diferentes partes del mundo y, al poco tiempo, también empecé a dictar clases de cocina en institutos y universidades. Por un momento, pensé en la docencia como oficio principal, pero la intensidad de la cocina vivida día a día me jala. En el Double Tree me quedé cuatro años allí. Después me fui a trabajar a Nueva York. Para entonces, ya estaba casado y tenía una hija.

¿Es verdad que le contagiaste tu pasión por la cocina a tu esposa?

(Ríe). Sí, cuando nos conocimos, ella trabajaba en otra cosa, pero, como cocinera optó por la pastelería, por la repostería, por la perfección.

¿Qué tal te fue en Nueva York?

Más o menos. El grupo que me contrató tenía espacios muy bonitos en Nueva Jersey y Nueva York. Les armé la carta, creé varios platos y los dirigí por unos meses, pero querían que me quedase como ilegal. También trabajé medio año en hoteles de Centroamérica, asesorando a restaurantes peruanos, pero viví una situación similar. Con lo vivido en Nueva York, decidí volver y conseguí trabajo en el Hotel Las Américas, hoy Estelar. Era, en el buen sentido de la palabra, un loquerío. La cocina era buenísima, pues habían contratado a los excocineros del Hotel Crillón, cocineros peruanos viejos que preparaban estupendos sancochados, maravillosos lomos saltados… no me quedó otra que aprender (risas). Un cocinero nunca deja de aprender, nunca se jubila. En Las Américas, en el Hotel El Pueblo, hacíamos banquetes, festivales, bufés, organizamos dos CADE… y me enamoré más de la hotelería.

Por lo masivo, muchos afirman que en los hoteles no se come bien, ¿qué dices cuando escuchas algo así?

Que no siempre es verdad. Yo creo que hay que evitar la monotonía. ¿Cómo? Creando siempre. Hay espacios que tienen cartas enormes, que no las cambian con regularidad, que no miran los insumos locales. Cuando eso pasa, les irá mal. Por eso, yo prefiero armar cartas pequeñas, ser constante en la calidad, estar presente siempre en mi cocina. Además, en el Perú, todos quieren comer bien, empezando por los huéspedes. Yo converso con ellos, les pregunto de dónde vienen, qué les interesa. Son mis referencias más directas y, como los conozco, siempre diversifico mis opciones de menú.

Las cocinas son difíciles porque los cocineros tienen personalidades diversas, con mucho ejercicio de ego. ¿Cómo haces para mantener un equipo sólido, integrado?

Primero, yo me doy el tiempo de entrevistarlos uno a uno, conocer sus intereses, sus potencialidades y sus debilidades y, luego, si me suman, los contrato. Yo equilibro mis equipos, los complemento: necesito soldados, una sólida plana media y dos generales, uno para la cocina y otro para la pastelería. En la cocina hay que saber aguantar la presión. Yo marco la línea, el concepto, la mirada macro, pero ellos ponen la mano, su talento. Soy una persona recta, de pocas palabras, pero siempre trato a la gente con respeto. Esa es una de las virtudes que me ha dado la experiencia.

Te recuerdo trabajando en el hotel Los Delfines…

Estuve seis meses allí. Me encargué de toda el área de banquetes. Me fue muy bien, porque sacábamos adelantes banquetes para mil, dos mil personas. Repotenciamos todo, volqué toda mi experiencia en el lugar, pero justo apareció la oportunidad de ir a trabajar en Las Brujas de Cachiche, con César Alcorta, un personaje, un sibarita, una biblia. No lo pensé dos veces. Fue otra de mis grandes experiencias como cocinero: el equipo estaba bien consolidado, llevaba junto más de 20 años y cocinaban muy bien. “Yo no he venido a ser su jefe, he venido a aprender de ustedes”, les dije, y así me los gané. Fueron días estupendos, todos iban a las Brujas, todos iban a Las Huaringas, su bar. Por ejemplo, uno de nuestros clientes habituales era Gastón Acurio. En Brujas estuve nueve meses, y me fui porque me convocó el hotel Atton, hoy convertido en Pullman, en San Isidro. Como me gustan los retos y empezar las cosas desde cero, acepté. Allí creamos Chabuca, espacio de cocina limeña, y viajé a Canadá, Estados Unidos, Chile y otros países a festivales de cocina peruana. Con Atton abrí un hotel en Santiago, en Bogotá, Miami. Fue una gran época. Luego, el grupo Aramburú, con Carlos Testino, me contrató para abrir el primer Hyatt de Lima, en San Isidro. Me vio y me dijo: “Tú eres”, y abrimos Isidro, el restaurante del hotel, y Celeste, el bar en la terraza. Isidro fue elegido como uno de los mejores restaurantes de Lima, pero, entonces, vino la pandemia.

Justo cuando estabas en uno de los mejores momentos de tu carrera…

Con Carlos Testino aprendí mucho. Me ayudó a que mi cocina ganase contemporaneidad. Renové mi cocina, viajamos a comer por diferentes países como México, visitamos otros Hyatt en el mundo, para saber qué quería la cadena para con sus huéspedes y clientes: la excelencia. Siempre digo que mis días allí fueron como hacer una maestría.

¿Qué significó la pandemia para la vida de un cocinero?

Un golpe de estado. Cuando Castillo dijo que iba a cerra el Congreso sentí lo mismo. Estuve varios meses sin trabajo, gastando mis ahorros, pero cuando se empezaron a abrir algunos lugares, fui convocado por la gente de Amoramar. Reabrimos la planta de producción y Amoramar. En eso, vino la segunda ola y los nuevos cierres de locales. Otra vez me quedé unos meses sin trabajo y, en eso, recibí la propuesta de abrir el nuevo Pullman, de Miraflores. Ya llevo 18 meses acá.

¿Cómo ves a este espacio?

Es mi nuevo hijo. Estoy desde que el hotel estaba en planos. No había nada. Diseñé las cocinas, elegí el mobiliario, el menaje, el personal… todo. Hice la carta del restaurante, de los banquetes, del room service, del rooftop, donde hacemos comida rica y sencilla, etcétera. Créeme, estar desde el inicio siempre es mejor. Me gusta conceptualizar las cosas: en el Pullman hacemos cocina peruana contemporánea con guiños a la cocina italiana y mediterránea, pero no tenemos problema en hacer tapas, pizzas, eso sí, desde nuestros parámetros: la máxima calidad. Este año ha sido bueno, pero en 2023 seremos un boom.

¿Cuál es tu insumo favorito?

Las pastas, las setas, los champiñones, el ajo y el aceite de oliva. Mi escuela italiana siempre aflora.

¿Cómo te ves en el futuro?

Siempre avanzando, siempre cocinando. Cocinaré hasta que no me den las manos. Me veo poniendo algo mío, un lugar pequeño con no más de diez platos, con pocas mesas, horno a leña y vista al mar, en cualquier lugar del mundo, donde converse mucho con mis clientes, sea un gran anfitrión, pero donde siempre mande yo (risas). La docencia me encanta y, aunque este año tuve que dejarla, espero volver pronto a ella.

¿Cómo ves a la cocina peruana de nuestros días?

Mérito es un espacio increíble. Siete, de Ricardo Martins, me gusta. Las cocinas urbanas también viven un buen momento. Pesaque, en Mayta, está muy bien. Sapiens es un lugar bonito, amable. Christian Bravo ha encontrado su lugar en Fuego, donde hace una cocina divertida, y Cosme, de James Berckemeyer, funciona bien, pero todavía vivimos del talento de los viejos cocineros, falta que despegue la nueva generación, esa que hemos formado los últimos años. El boom gastronómico peruano de la década pasada aún no ha llegado a los jóvenes cocineros. También sucede que muchos de nuestros talentos han ido a cocinar fuera, y todavía no regresan. Ojalá lo hagan pronto.