#ElPerúQueQueremos

“La cocina nos ha hecho únicos en el mundo”

Martha Palacios dirige la cocina de Panchita, quizás el lugar de sazón criolla más logrado del país. Allí, gracias a su talento, se está renovando la cocina peruana, siempre con humildad y generosidad… y sin aspavientos.

Publicado: 2021-08-04

Una de las cocineras peruanas que más admiro es Martha Palacios. Y la admiro no solo por su estupenda sazón sino por su grandeza humana. Pocas personas tan sensibles como ella, de carcajadas y lágrimas espontáneas. Por eso, antes que presentarla con mis palabras, prefiero usar las suyas y, así, empezar esta charla que también es un homenaje a su inmenso talento y, con ella, a la cocina peruana.

“Nací en Casapalca, un asentamiento minero. Mi padre trabajaba en Centromín-Perú. Mi mamá estudiaba Obstetricia en San Marcos, en Lima, y siempre lo visitaba y, por esa razón, nací allí, justo un 29 de julio. Me llamo Martha porque el 29 de julio es el día de Santa Martha. Soy la segunda de seis hermanos: somos cinco mujeres, un hombre. Crecí en la casa de mi abuela, en la cuadra 10 de Sebastián Barranca, en La Victoria, cerca a El Porvenir. Allí viví hasta los ocho años; luego nos mudamos a la Urb. Las Flores, en San Juan de Lurigancho. Soy una chica de barrio. La calle también me educó. Pasaba muchas horas allí, jugando fulbito, matagente. No era traviesa, pero sí muy sociable. Viví en Japón 10 años. Allí trabajé en la construcción, en una fábrica de fotocopiadoras, en un puerto empacando calamares, vendiendo productos peruanos, en una fábrica de cerámica, etcétera. Luego vine al Perú a estudiar Cocina. Mi madre vive en Estados Unidos. Se fue en 1998 como asilada política, pues era profesora en la Universidad de San Marcos, y allí fue amenazada por Sendero Luminoso. Mi familia está repartida por el mundo: Estados Unidos, Canadá, España; yo decidí quedarme en mi hermoso Perú por la cocina. Estoy casada, mi esposo, Carlos, también es cocinero. Mi hijo, José Ignacio, a sus nueve años, es mi mayor crítico culinario”.


Creciste en casa de tu abuela materna. ¿Qué se comía allí?
Mi abuela era de Jauja, por eso, más que comida limeña, en casa se servía comida serrana. Me encantaba el guiso de olluco con charqui. Nunca faltaban en nuestra mesa el chuño, el queso, el choclo. Los platos criollos –el arroz con pollo, el ají de gallina, los anticuchos, la huancaína– se servían los fines de semana, como platos de fiesta, pero, en el día a día, comíamos ollucos, sopas, picantes. Yo creía que en casa de todos mis amigos se comía chuño, pero ellos eran purita salchipapa (risas). Hasta los 11 años comí así; todo cambió cuando mi papá dejó su trabajo en Casapalca y vino a Lima y puso un restaurante.
¿Era un sibarita? ¿De dónde le vino esa vocación?
Siempre fue un hombre de buen comer, un personaje. No cocinaba, pero era “el paladar”. Con su liquidación decidió poner un negocio. Un tío tenía una tienda de artefactos en el Jr. Junín, en el Centro de Lima, pero ocupaba solo la parte de adelante; entonces, le alquiló a mi papá la parte de atrás. Como había que pasar por un pasadizo estrecho, cual túnel, mi papá bautizó al restaurante “El Túnel” (risas). Contrató a un cocinero ayacuchano y a una cocinera huaracina. Aprendí muchísimo de ellos. El Túnel vendía, de lunes a viernes, menú; los fines de semana, pescados y mariscos. Nuestros principales clientes eran los empleados de los bancos cercanos; mi padre los hizo tan amigos suyos que él mismo parecía un empleado bancario más (ríe). Nos fue muy bien y, allí, empezó la envidia: la tienda de artefactos no vendía nada, el restaurante era una fiesta.
¿Qué aprendiste en El Túnel?
Primero, la generosidad. Mi padre era un hombre muy generoso. Segundo, a comer rico (ríe). Tercero, a darle al cliente siempre lo mejor. El menú venía con un pan, pan que comprábamos en la panadería más cara. “Papá, pero en la panadería del frente el pan está más barato. ¿Por qué no compramos ese?”, le decía yo. “No, porque siempre hay que destacar, y nosotros lo hacemos dando lo mejor. Si pones lomo saltado, sirve lomo fino, sino cámbiale el nombre. No hay que dar gato por liebre”, repetía. Tanto me metí a ese mundo que ya no quería ni estudiar (risas). Tenía 11 años. Mi amor por la cocina fue automático.
Antes de El Túnel, ¿qué querías ser?
Policía (risas). También quería estudiar Medicina, pues mi mamá era obstetra y quería seguir su ejemplo, pero cuando me tocó convivir en el día a día del restaurante con mi papá me entró el bichito de la cocina.
Allí entraste de lleno al terreno de la cocina criolla pues, imagino, el menú diario iba por ese lado…
Exacto. Allí comí mi primer tiradito, uno con pisco, riquísimo. Era la receta de nuestro cocinero ayacuchano, nunca más he vuelto a comer uno así. También aprendí de cocina norteña, chiclayana –espesados, arroz con pato, alverjados– gracias a que tuvimos un cocinero de Chepén. Es decir, gracias a mi abuela supe de cocina serrana, pero gracias a El Túnel y sus cocineros de comida de todo el Perú. Recuerdo que los sobornaba: “Ya, pues, déjame mover la olla y te invito una Coca Cola” (risas). Mi papá no me dejaba cocinar, seguro porque pensaba que era un trabajo subalterno, pero cuando se iba a tomar sus traguitos el restaurante era mío (risas). Así aprendí a comer, así empecé a conocer al Perú y, sobre todo, a quererlo.
Si no te dejaba cocinar, ¿qué hacías en El Túnel?
Mi excusa era que tenía que llevar el lonche de mis hermanos. Salía del colegio e iba al restaurante. Me encantaba, antes de jugar matagente o fulbito en mi barrio, prefería estar en el restaurante. A nadie de mi familia le gustaba ir, pero yo la pasaba genial. Recuerdo que un día, a eso de las 9 a.m., cortaron el agua y no se podía hacer la comida, el menú. Además, mi papá no estaba y, en esa época, no había celulares, era imposible comunicarnos al instante. Los cocineros estaban felices, pues no tenían que cocinar. ¿Qué hice? Agarré mis dos baldes y me fui a sacar agua de la pileta de la Catedral (risas). Cuando estaba trepada del pozo, escuché el silbido de mi papá. Salí y, con mis baldes llenos, corrí hacia él. “¿Qué haces allí?”. “Papá, no hay agua”. “Ya vino”, y luego me explicó que esa agua de pozo no era potable. Así de intenso era mi vínculo, mi compromiso, con El Túnel. Sabía que, aunque mi madre también trabajaba, era nuestro sustento y, claro, inconscientemente allí también se estaba forjando mi futuro, mi pasión por la cocina.
¿Tu padre llegó a verte convertida en cocinera?
Se llamó José Palacios. Murió en 2005, cuando yo trabajaba en La Mar, y sí, me dio muchas lecciones, me hizo sentirme orgullosa de mis orígenes y de quién era, y siento que estaba orgulloso de mí, pero no llegó a comer de mi mano.
¿Por qué?
En 1992, por la crisis económica, me fui a trabajar a Japón. Tenía 15 años. En el 98, mi padre, siguiendo a mi madre, se fue a vivir a Estados Unidos. Volví al Perú en 2002, a mis 25, pero no podía ir a visitarlos porque me negaron la visa (ríe), y ellos no podían venir porque estaban esperando la ciudadanía gringa. Apenas volví al Perú, me puse a estudiar cocina en la USIL. Mi papá estaba orgulloso (se quiebra) y me dijo: “¿Por qué no pones un negocio frente a la universidad, una cafetería? Si te falta dinero, yo te apoyo”. Le hice caso y puse una juguería, donde hasta menú vendimos, llamada ‘Coffee break’. Me fue bien, pero, cuando terminé la universidad, la cerré, pues me puse a trabajar en restaurantes, pues, hasta entonces, no conocía otro que El Túnel (ríe).
¿Cómo fueron tus días en Japón?
Mi hermana mayor ya vivía allá, pero no llegué a su casa sino a la de una prima. Trabajé como obrera de construcción (ríe), pero lo increíble es que, la primera vez que cociné para la gente no fue en El Túnel sino en Japón, pues aquí mi papá no me dejaba meterme a la cocina. Yo sabía cómo hacer los platos peruanos, pero nunca los había hecho. Al inicio cocinaba para mí, por nostalgia, pues extrañaba la cocina peruana. Usaba ingredientes japoneses, pues, por entonces, los productos peruanos no llegaban allá. Esta situación ha cambiado, en parte por la gran migración de peruanos que se dio en los 90. Una vez, cansada de la comida japonesa y para matar la tristeza de la nostalgia, hice un guiso de lengua, no te imaginas lo que fue (ríe).
Cuéntame...
Conseguí la lengua, pero como no había ají panka, le puse pasta de tomate. Me salió bien… excepto que no le quité la piel (ríe). La herví horas de horas, y un lado siempre estaba duro. “Esta raza debe ser diferente, la vaca peruana es mejor, mejor hablada”, me decía (risas). Me aburrí y apagué la olla. Le conté esto a una señora peruana que trabajaba conmigo y me preguntó: “¿Le quistaste la piel?”. “Pucha mare, con razón la lengua se me descascaraba” (risas). Cuando llegué a Japón, de la gallina solo aprovechaban los huevos, lo demás lo botaban. Un día entré al galpón y le pedí al japonés que atendía que me vendiese una gallina. “Te la regalo”, me respondió. “Dame 10”, le dije, y me las dio, pero vivas (ríe). Hablé con un amigo y le pregunté si sabía matar y pelar gallinas: “No, pero aprendo”, me contestó (ríe). Entonces, empezamos, después de las horas de trabajo en la fábrica, un nuevo negocio: compré una camionetita y me dediqué a vender gallinas y productos peruanos como el ají panka, el ají amarillo; sembré culantro, hierba buena y otras hierbas y verduras. Así somos los peruanos, recurseros. Le agradezco mucho a Japón, además de aprender el idioma, me enseñó lo que es la vida, la responsabilidad, el trabajo duro, el valor de la palabra, el crecer como persona, a sobrevivir.
En Japón reafirmaste tu vocación por la cocina…
Siempre me preguntaba “qué quieres hacer”, “a qué quieres dedicar tu vida”. De adolescente, por la dura situación económica, no pude estudiar, pero después de trabajar diez años en Japón, y con lo ahorrado, ya podía hacerlo. Decidí volver. El país era otro y, por unos meses, sentí que estaba en un parque de diversiones. ¡Qué no hice! (risas). Me dediqué a las fiestas y a los amigos, a viajar y a disfrutar. Empezaba el jueves y acababa el lunes, gin tónic en la mano, en la peña. Me desbandé. Pero, un tiempo después, un primo me dijo: “¡Qué te pasa! ¡Reacciona! El mundo no se va a acabar”.
¿Qué te dio la USIL?
Técnica, ciencia, conocimiento y un cartón para hacer lo que me gustaba (risas). La cocina, la verdad, se aprende en la práctica, en el día a día. En la universidad tomé clases de cocina francesa, italiana, asiática y demás, pero a mí siempre me jaló la cocina criolla, una cocina que nos hace únicos en el mundo.
¿Fuiste buena alumna?
Como decimos en la cocina, “término medio” (risas). Estudiaba para pasar. Poco antes de terminar, hablé con el director de la carrera, un francés, y le conté que me iba a trabajar en un crucero. Con su acento francés me dijo: “Cagajo, Magtha, allá no apendegás nada. Si quiegues seg buena cocignega, quédate en Perú”, y me recomendó con Renato Peralta, quien era mi profesor. Renato me dijo que había una posibilidad de prácticas en La Mar, el restaurante que acababa de abrir Gastón Acurio. Era el 2004. Me quedé y mi vida cambió, pues después de solo un día de prácticas Pepe Cárpena, socio del restaurante, me ofreció trabajo.
¿Qué vio en ti?
No lo sé. Nunca se le he preguntado. Quizás solo estaban cortos de gente (risas).
Nada, Martha, Pepe vio antes que nadie tu gran talento. Es tu Ferrando…
(Risas). Empecé haciendo la comida del personal. Me encantaba. Allí trabajaban grandes cocineros como Diego Oka, Alexander Dioses, Fredy Guerrero y otros. Cocineros muy jóvenes, que me enseñaron mucho. Recuerda que fue mi primera experiencia en una cocina profesional. Eran unos malignos, solo por molestarme se pedían una pizza y no comían mi comida, mis olluquitos, mis frejoles, mis guisos (risas). Yo llegaba tempranito, hacía la comida del personal, y luego me metía a mi área, que por entonces era “frituras”: chicharrones, jaleas, etcétera. Nunca me cansaba: empezaba a las 5 a.m. y trabajaba hasta las 11 p.m. sin problemas. Todo lo hacía rápido, pero no para irme sino para irme a otro lado y aprender más y más cosas. Era insoportable, me retaba a mí misma, quería aprender, quería destacar, quería empezar a comerme el mundo. Después pasé a “guarniciones”, al lado de Diego Oka, el jefe. Estaba feliz. Éramos jóvenes y buscábamos la excelencia. Cuando él no estaba, me tocaba “cantar”: “Sale la mesa 20”. ¡Qué emoción! (risas). Luego pasé a “fríos”, a la barra, con unos tigres; a su lado, yo era una zapatilla, pero aprendí un montón. Después me tocó “parrilla”; más tarde fui a “sudados”, solo me faltaron “arroces” y “especiales”.
¿Y era mejor El Túnel o La Mar?
(Risas). Nuestros procesos eran distintos y, como los comparaba, eso me generaba más curiosidad pues me preguntaba por qué en La Mar lo hacían de esa manera y no como nosotros. Por ejemplo, en El Túnel nunca usábamos pulpo porque nos quedaba duro; en La Mar aprendí la técnica para que quede suavecito. En El Túnel no sacábamos el estómago del langostino; en La Mar me dijeron que tenía que hacerlo. Pucha, ya había servido varios así (risas).
¿Tuviste que bregar más por tu condición de mujer?
Yo siempre he puesto barreras, y he sabido evitar al machismo, al racismo, al clasismo, pero no voy a negar que todo eso existe.
Luego pasaste a Panchita…
No. Después de estar casi cuatro años en Acurio Restaurantes me fui a un proyecto nuevo donde me estafaron. Luego de un año regresé con el rabo entre las piernas (risas). Le toqué la puerta a Pepe Cárpena, le expliqué lo sucedido y le pedí trabajo. “Ok, pero en La Mar no tengo una vacante. Hay un lugar en Panchita”. Era diciembre del 98. El restaurante aún no había abierto, pero ya se estaba organizando. Pepe me envió con Victoriano López, quien estaba a cargo del lugar. Me contrataron como ayudante de cocina. No me importó. Mi objetivo era “aprender, crecer; aprender, crecer”. Esa era mi actitud, y me ayudó mucho.
¿Cómo fueron esos días?
Me sentía avergonzada por haberme ido y, luego, volver. Antes de dejar La Mar, sabía que ellos tenían planes de crecimiento para mí, pero me porté mal (ríe). Recuerdo que, un día, vino Gastón a una prueba de platos y a probar algunas salsas picantes. En eso preguntó: “¿Dónde esta el ají de Martha?”. Yo, avergonzada, no le quería dar cara y no había preparado nada. A esa hora puse unos rocotos a la brasa, los licué con huacatay y culantro y otras cosas y lo serví. Quedó buenazo, al punto que lo pusieron en la carta (risas).
Trabajas bien bajo presión, entonces...
Cuando estoy relajada no se me viene nada a la cabeza. La presión me hace explotar, despierta mi creatividad. En la tranquilidad, no fluyo. Necesito actividad y vértigo para ser productiva.
Cuéntame, ¿cuándo tomaste las riendas de Panchita?
Empecé en “calientes” y, un día de esos, me pusieron en la línea a “cantar”. Estaba feliz, pues Panchita, desde el inicio, siempre fue un éxito. Al mes de estar funcionando, me propusieron ser la jefa. Panchita empezó como un espacio de parrilla peruana, pero fue creciendo, cambiando, experimentando. Un día dijimos, ¿por qué no hacemos un seco, por qué no hacemos un cuy, una chanfainita? ¿Por qué no hacemos un cau cau, una sangrecita, una carapulcra?
Eres coautora de “Bitute”, el libro que rescata el recetario criollo antiguo. ¿Cómo es tu proceso creativo?
Las iniciativas parten de nosotros y también del jefe (se refiere a Gastón Acurio). Por ejemplo, un día nos pidió un arroz con pato, pero nosotros no solo le sacamos ese plato sino también un cebiche de pato, un guiso de pato, todo un festival del pato, al punto que tuvo que cancelar sus reuniones (risas). He viajado por el Perú, pero, así como he visitado muchos lugares, también me gusta probar, curiosear, buscar, investigar. Gastón siempre nos regalaba libros de cocina de todo el mundo, no solo del Perú. Entonces, yo bajaba con ellos y se los mostraba a mis chicos y les decía “¿por qué no hacemos esto, por qué no recuperamos lo otro, por qué no recreamos aquello?”. “¡Cómo vas a poner cau cau en Panchita!”, me decían. “Pruébalo”, era mi respuesta… y entraba a la carta (risas). Sacamos el menú de niños y pusimos en su lugar chanfainita, patita con maní y otros platos criollos, y les dijimos a los mozos que si un niño los pedía no se les cobraba la cuenta. ¿Por qué? Porque nuestra tarea es pedagógica: nos hemos impuesto enseñar a comer nuestra comida.
Y así Panchita se convirtió en un espacio criollo…
La realidad nos demostró que vendíamos más secos y cau caus que anticuchos de salmón a la parrilla (risas). Acá trabajamos en equipo, con Miguel Intiquilla, con José, tu paisano cajamarquino (risas). Tengo el sombrero de jefa, pero trabajo en equipo. Más que tareas administrativas, que las hago, porque de nada sirve cocinar rico si no haces de esto un negocio rentable, yo prefiero el trabajo en la cocina y establecer buenos vínculos personales con mi equipo. Yo me meto en todo: superviso la calidad de los insumos, pero también pico, pelo, porciono, cocino; y si es necesario barro, trapeo, baldeo y, a la hora del servicio, estoy en la línea, “cantando”. Si quieres castigarme, ponme en una oficina (ríe).
¿Cómo te sientes cuando tienes que dejar tu cocina?
Triste (risas). Panchita es mi casa, parte de mi vida; sin este espacio no podría existir. Desde mis años en Japón, en todos los lugares donde trabajé, siempre me propuse crecer, ascender, ocupar mejores puestos, pero no por el sueldo sino porque me gusta superarme y, claro, que la gente aprecie y valore mi superación. No me gusta estancarme, eso le predico a mi gente. Por eso, cuando empecé en Panchita como asistenta de cocina no me importó, pues lo importante era que ya estaba otra vez dentro de Acurio Restaurantes, que es mi hábitat, el espacio donde siempre he querido estar.
¿Qué retos te plantea hoy Panchita?
La pandemia nos ha complicado todo, pero, por ejemplo, la austeridad nos ha enseñado a ser más eficientes, a disminuir nuestras mermas; ahora todo lo aprovechamos. ¡No sabes la cantidad de cebolla que hemos perdido en 10 años!
¿Cómo definirías a tu cocina?
Más que una cocina, es una escuela. Siento que he formado a muchos cocineros. Y sé que ha sido así porque algunos que se han ido me han pedido regresar “para seguir aprendiendo”.
¿Cómo manejas el tema de la exposición pública?
Soy muy tímida. Cuando me dijiste que me ibas a entrevistar, no dormí (risas). Pero he aprendido que la exposición es parte de este negocio. Lo que sí no me gusta es que se individualicen los méritos, cuando Panchita somos todos.
¿Cuáles son tus platos preferidos?
La rica carapulcra y unos buenos frejoles. Como mi esposo es cocinero, en casa cocina él, y para darle ánimos le digo que cocina mejor que yo. Eso sí, como a mi hijo le encanta la papa rellena, esa la preparo yo (risas). Además, con dos padres cocineros a mi hijo le encanta comer en casa.
¿Has soñado con el restaurante propio, con el nuevo El Túnel, por ejemplo?

Sí, pero, sabes, soy bien maricona para eso. Tengo un hijo de nueve años, un fanático del fútbol, quien es mi mayor crítico gastronómico, y hoy estoy enfocada en trabajar por su bienestar. Igual, no me veo jubilada en Panchita. Pensando en el futuro de mi hijo, siento que debo buscar nuevos retos y estos serán fuera, quizás en Estados Unidos, pues casi toda mi familia -mi madre, mis hermanas- vive allí. ¿Esto pasará pronto? No.


Foto: Cortesía de Panchita, sazón criolla.

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