Mi abuelo fue un profesor rural, sí, como Pedro Castillo. 

Su padre, mi bisabuelo, fue un pastor de ovejas analfabeto que era un capo sacando cuentas: a golpe de vista sabía si el rebaño que pastaba tenía 2585 ovejas o 2583 y, si eso pasaba, pues ir en busca de las dos faltantes. 

Mi bisabuelo trabajaba en la hacienda Huacraruco, de la familia Gildemeister, también dueña de la famosa e inmensa hacienda azucarera Casagrande.

En Huacraruco, en una evidente condición de semiesclavitud, a cambio de su trabajo, a mi bisabuelo le prestaban una chacrita para sembrar papas, maíces, frejoles y demás cultivos de pan llevar que, claro, no le alcanzaban para mantener a su decena de hijos.

No sé si hablaba quechua. Ese era un tema vedado en las conversaciones familiares, pero lo que sí nos quedó claro a sus descendientes cuando nos hablaban de él es que nunca quiso para sus hijos la misma vida de pobreza que le había tocado. 

¿Mi bisabuelo era un haragán que por falta de esfuerzo y trabajo no logró superarse? No, es evidente que trabajaba más que su patrón (mejor sería decir que este era su dueño), pero nació, creció y murió en un sistema que lo oprimió toda la vida y del que nunca pudo escapar.

Por eso, siempre creyó que la educación era un buen mecanismo para salir de la pobreza y la opresión. Por eso, mandó a todos sus hijos a la escuela. Por eso, quiso que todos sus hijos dejasen el campo y se convirtiesen en habitantes de la ciudad.

Mi abuelo hizo la primaria en una escuela rural de San Juan, el distrito donde estaba la hacienda Huacraruco. No pudo hacer la secundaria porque, para ello, tenía que trasladarse hasta Cajamarca, donde estaba el Colegio San Ramón, y en su familia dinero no había para ese “privilegio” pero sí sobraban responsabilidades. Esta situación no es ajena hoy: para muchos peruanos pobres, rurales y urbanos, hacer la secundaria es un privilegio que no pueden alcanzar.

Mi abuelo regresó a Huacraruco para ayudar a su padre en la crianza de las ovejas y en la siembra de esa chacra prestada. Felizmente para mi abuelo, un día llegaron los militares buscando conscriptos y vieron en ese adolescente imberbe un buen prospecto de soldadito. Lo reclutaron y lo llevaron a Tumbes “a servir a la patria”. Mi bisabuela lloraba de pena porque le quitaban a su hijo mientras le daba su chane (su lonchera, en jerga cajacha) de papas revueltas y pajuros para el viaje, y mi bisabuelo oscilaba entre la tristeza por dejar partir un hijo (y una buena ayuda en la chacra) y la certeza de que regresaría convertido en una persona con más mundo que él y, quizás, en un hombre más fuerte, capaz de defenderse, rebelarse y vencer el infortunio.

En Tumbes, mi abuelo tuvo un superior que pronto se dio cuenta que Luchito Cruzado era un muchacho muy despierto e inteligente. Entonces, lo sacó del cuartel y sus obligaciones castrenses y lo ascendió a furriel, algo así como su secretario personal: de hacer ranas y planchas pasó a escribir oficios, de calibrar y engrasar rifles a manejar con destreza una máquina de escribir, de la fuerza bruta a la belleza de las palabras. Pero Luchito solo tenía primaria, algo que no iba con sus notorias capacidades. Entonces, lo inscribió en la secundaria. Así, mi abuelo, por las mañanas era furriel del Ejército y, por la tarde, empeñoso estudiante del colegio local.

Cuando tres años después salió del Ejército, en efecto, era otra persona. Tenía algo más de mundo, sí; tenía una mejor educación, sí; pero también era consciente de que quería una vida distinta a la de su padre, no porque la despreciase o rechazase, sino porque se dio cuenta de que era injusta. Entonces, ya no regresó a Huacraruco sino a Cajamarca, donde acabó la secundaria en la escuela nocturna mientras se ganaba la vida como arriero (llevaba ganado de los Andes cajamarquinos a la costa de Pacasmayo y Paiján, y volvía con sus mulas llenas de huarapo, chancaca y azúcar), escribidor de cartas (donde redactaba, a máquina o con su preciosa letra, escritos notariales, esquelas judiciales o encendidas páginas entre amantes prohibidos) y tramitador burocrático.

La vida de arriero era muy dura y, un día, lo perdió todo en una avalancha que se llevó sus mulas y su carga. Entonces, se enteró que la Dirección de Educación buscaba maestros para algunas escuelas rurales. El único requisito: tener secundaria completa. Se inscribió y lo nombraron profesor de la escuela de Querocotillo, un distrito de la lejana provincia de Cutervo, en el norte de Cajamarca. Allí fue con mi abuela y sus, por entonces, dos hijas mayores: mi tía Consuelo y mi mamá.

En un juego semántico y geográfico, de Querocotillo pasó a Querocoto, un distrito de Chota, provincia donde nació el hoy famoso Pedro Castillo. Luego, con cuatro hijos, pasó a San Marcos, otra provincia Cajamarquina y, años más tarde, ya con nueve hijos, se hizo profesor de un colegio nacional cajamarquino, el famoso 91, donde yo hice la primaria gracias a él.

Muchos años fue profesor unidocente, es decir, el único maestro del colegio, enseñándoles, en el mismo salón y a veces a la intemperie, las primeras letras y las operaciones matemáticas a niños y jóvenes campesinos que iban del primero a sexto grado. Vaya que se necesita vocación y un gran esfuerzo para dictar tantas materias a la vez. Mi abuelo me contaba que pasaba todo el día en la escuela, no solo porque era el único profesor (dictaba y realizaba tareas administrativas y de mantenimiento, limpiar la escuela, por ejemplo), sino porque era meticuloso y dedicado y le gustaba preparar, con su hermosa letra, cada una de sus clases: “A mis alumnos les he dedicado más tiempo que a mis hijos”, me dijo alguna vez.

Pero el que hacía sacrificios no solo era él, también sus alumnos, quienes, como también sucede hoy, para llegar a la escuela se trasladaban, a pie o en mula, varias horas para ir a la escuela donde, de la mano de mi abuelo, aprendían a escribir y leer, a sumar y restar y, estoy seguro, también clases de decencia, humanidad y ética. “Yo tenía que vivir en la escuela, hijo, había que hacer de esos muchachos unos hombres de bien”, me dijo varias veces, mientras trataba de hacer lo mismo conmigo, su nieto mayor.

Si bien empezó como “profesor de tercera” (así le decían a quienes habían sido admitidos solo con secundaria para ser profesores en las escuelas rurales), en las vacaciones de verano, ya sea que estuviese en Querocotillo, Querocoto o San Marcos, iba a Cajamarca a formarse como profesor y sacar su título profesional. Eso le iba a permitir, por un lado, dejar su vida errante de profesor rural y asentarse en Cajamarca, la capital, para que sus hijos, varios de ellos ya convertidos en sus alumnos de las escuelas rurales, pudiesen seguir la secundaria. Su propia experiencia vital le había enseñado que la educación te abría el mundo, te sensibilizaba y, a veces, te ayudaba a salir de la explotación… a veces.

Por eso, hoy que veo a Pedro Castillo, rememoro imaginariamente los escenarios por donde se movió mi abuelo mientras fue maestro rural, que son los mismos donde creció Castillo. Esos escenarios forjaron su carácter, su personalidad, sus ambiciones.

No sé si los valores de Castillo sean los mismos de mi abuelo. No sé si sus alumnos hayan sido para él, como lo fueron para mi abuelo, casi como sus hijos. No sé si Castillo esté a la altura de mi abuelo.

Pero sí sé que su llegada al poder significaría una reivindicación para aquella inmensa cantidad de peruanos que construyeron su vida y su futuro en el campo. Aquellos que son vistos con desprecio por élites dizque ilustradas, que se burlan de ellos porque creen que no saben hablar, que no saben escribir, que no saben expresarse y, por ello, que son brutos.

Hoy tengo en mi mano una carta escrita por mi abuelo a mi madre. Su letra sigue siendo preciosa, pero está llena de errores de concordancia y, por allí, alguna falta de ortografía. Yo, que lo conocí y que he recibido clases de varias de las mentes más brillantes de este país, jamás me atrevería a decir que mi abuelo fue bruto. Debe ser una de las personas más inteligentes que he conocido y, sin duda, la más decente.

Sí, también tuvo los errores de los hombres de su tiempo, pues a veces nos resulta imposible escapar de nuestras taras sociales y culturales. Nació en 1923 y, claro, era machista y homofóbico. Sí, recurría a la violencia física con sus hijos y nietos (debo agradecerle algunos correazos). Sí, aunque suene increíble, también veía en el quechua un sinónimo de atraso.

Aunque trato de entenderlo, pues, para él, salir del campo significó dejar de ser, como su padre, un semiesclavo, y darles educación a sus hijos, aún rechina en mis oídos aquella frase que dijo en un almuerzo familiar cuando, al escuchar de boca de mi tío Jouver que los padres de su novia le habían dicho “indio”, le salió de las tripas lo siguiente: “De qué se admiran esos pobres diablos, si todita su familia es quechuera. Hijo, desde que yo tengo uso de razón, en nuestra familia nadie usa esa lengua. Ellos sí son indios”.

Sí, nadie escapa a las taras de su tiempo. Quizás por situaciones como esta, en su casa, sus hijos no escuchaban huaynos sino rock, no querían conocer Querocoto o Querocotillo, las raíces de la vocación de su padre, sino Lima y, más tarde, Estados Unidos o Europa, o evitaban la vida del campo y añoraban una vida citadina, moderna y lejos del “atraso”.

Yo mismo, educado en Cajamarca, Trujillo y Lima, y con estadías en la Universidad Católica y la UPC, muchas veces me he sentido más cercano a un europeo que a un aymara o a mi paisano Castillo. Yo mismo sé más de rock que de huaynos, de filosofía occidental que del pensamiento andino, y he ido 30 veces a Europa y ninguna a Querocoto o Querocotillo. Y he visto esto con normalidad, sin cuestionarme nada.

Sin embargo, esto no es una disculpa. Lo que vivimos durante estos años, y lo sufrimos con más claridad en estas elecciones, es esa falta de conexión entre los peruanos, ese eslabón perdido que nos haga sentirnos iguales en medio de nuestras diferencias.

A un profesor rural como Castillo se lo desprecia, no solo por sus notorias debilidades, sino por su origen; porque a muchos peruanos, racistas y clasistas, les resulta inconcebible que un campesino como él, que no “habla bien”, que se equivoca al multiplicar y que no sabe qué es un monopolio, llegue al poder. Y lo terruquean, y lo estigmatizan y, así, evitan entenderlo, comprenderlo, y con él a millones de peruanos como Castillo.

Mi abuelo sí “hablaba bien”, sí sabía multiplicar, pero, quizás tampoco sabía qué es un monopolio o cómo funciona la Bolsa de Valores o el sistema financiero, pero, saben qué, tenía sentido común y un profundo sentido de la ética.

Por eso mi apuesta por Castillo, porque a pesar de las diferencias con mi abuelo, también tienen algunos puntos en común: son hijos del campo, hijos de humildes campesinos no letrados, hijos de un sistema casi feudal y semiesclavista del que, a punta de esfuerzo, caldo verde y sopa de chochoca, dos platos típicos cajamarquinos, lograron escapar.

Qué le pido a Castillo, no que aprenda cómo funciona la bolsa o qué es un oligopolio o cómo se mide la inflación (para eso están los técnicos), sino que tenga la decencia y el sentido común para gobernar bien, porque si lo hace así esto no solo le traerá beneficios al país sino significará una reivindicación para los millones de peruanos explotados durante cientos de años, esos campesinos marginados por el sistema (clasista y racista) y condenados a la pobreza no por sus capacidades sino por su origen, pero que tienen una cultura y costumbres propias, tan respetables como todas las demás.

Castillo no es mi abuelo, pero si gana, por un momento, yo imaginaré que sí lo es, que esa banda presidencial que le pondrán es el reconocimiento ciudadano que mi abuelo campesino y los peruanos olvidados, merecen, y que ese caldo verde y esa sopa de chochoca que se servirán en los festejos de la asunción de mando, son el elixir que le dará sabiduría para gobernar, como le dieron a mi abuelo sabiduría para ser el mejor padre y maestro que he conocido.