De pequeño, en mi hogar de pobres, comíamos grated de sardinas. El filete de atún no existía. Por su precio era lejano, ajeno al presupuesto de mi abuelo, un maestro con nueve hijos y dos nietos que tenía que multiplicar su salario para alimentarnos, cuidar nuestra salud y hasta educarnos. Así que sardinas era lo que comíamos.

Y esa latita de sardinas con su rocotito picante palió nuestra hambre muchísimos días y muchísimas noches, porque siempre sabía bien, sobre todo con unas gotas de limón, bien montado el pescadito sobre un pancito, unas papitas, una galletita de soda o un poquito de arroz.

Y latas de atún (es decir, de grated de sardinas) ha habido miles en mi vida. Unas gloriosas porque fueron mi perfecta compañía en noches de hambre y soledad, cuando era un estudiante desamparado y, más tarde, cuando ya era un adulto enamorado, sin nada más para conquistar a su pareja de turno que una latita de atún, un chilcano de urgencia y, eso sí, mucho amor, mucha pasión.

Sin embargo, también hubo una infame, cuyo recuerdo había borrado hasta estos días, cuando rememoré mis años iniciales, formativos, donde se forjaron nuestras taras y complejos, y que se manifiestan para siempre en nuestros actos cotidianos, momentos en donde el insulto aflora de inmediato, instantáneo, como un gatillo venenoso, como si no hubiera, carajo, un espejo que nos mostrase a todos como lo que somos: iguales a pesar de nuestras diferencias externas.

Mi colegio cajamarquino, el 83004, más conocido como “la 91”, había organizado un paseo escolar, campestre y cajacho, al que tuve que ir con mi latita de atún y unas galletas porque mi ángel de la guarda, es decir, mi abuela Olga, estaba de viaje y no hubo nadie capaz de prepararme mi ‘chane’ (así le decimos a la lonchera o refrigerio en Cajamarca).

Un tanto avergonzado por tener que almorzar una muy misia latita de grated de sardinas, y luego de haber evitado veinte mil goles (hubo una época en la que fue arquero, deportista, un poquito atlético y muy futbolero), me senté a un costado de la cancha y saqué el alimento que me iba a permitir seguir jugando. Las galletas se habían aplastado, pero la lata de atún permanecía brillante. Sin embargo, maldita sea en un hogar donde solo había una mujer para arreglarnos la vida, había olvidado el abrelatas.

Buscaba y buscaba uno, pero nada, este no aparecía porque, simplemente, no lo había empacado. Mientras mi hambre crecía, veía como mis amigos devoraban sus papas revueltas, sus huevos fritos, sus secos de carne, sus estofados, sus papas fritas, su pollito dorado, y yo, a su lado, sudoroso, muriéndome de hambre, desvaneciéndome. 

Y nadie se mostraba solidario conmigo -los niños somos egoístas-, nadie se atrevía a preguntarme por qué no comía, nadie se interrogaba por qué iba de un lado a otro, salivando, y sin comer nada.

Empecé a caminar al borde del río, latita de atún en mano hasta que vi una casa campesina, esas construidas con adobe y paja, con la puerta abierta. Y, como el hambre arreciaba, perdí la vergüenza y toqué la puerta.

Un toc toc, dos toc toc, toc, tres toc toc, y nada. "Señora, señora, señito" empecé a llamar mientras me sumergía en la oscurísima y pequeña casa. En eso escuché la voz de una niña, que decía "¿quién?". "Yo", dije, como mecánicamente decimos cada vez que nos hacen esa pregunta, como si la gente estuviese obligada a conocernos. "¿Quién yo?", preguntó esta vez una voz mayor. "Yo. Señito, consultita, ¿tendrá un abrelatas?".

En eso vi aparecer el rostro de una mujer campesina, de unos 50 años, cachetona, rechoncha, bajita, muy parecida a mi abuela, que cargaba en brazos a una niña, quien, imaginé, era la que me había hablado por primera vez.

“Señito, ¿tiene un abrelatas?”, le pregunté. “No”, me dijo. 2Es que no puedo abrir mi latita de atún2, dije, por decir algo, dando media vuelta, un tanto triste, retirándome. “Papito, ¿ya almorzaste?”, me preguntó la señora que era el espejo de mi abuela. “No”, le dije, “me olvidé mi abrelatas, no puedo abrir mi atún, no puedo almorzar". En eso escuché la voz de la niña, que decía. “Nosotros estamos almorzando, si quieres vente”.

Me quedé sorprendido, pero el alma gemela de mi abuela me dijo “ven, siéntate”. “¿Cómo te llamas?”. “Shalo”, le dije". “Shalito, ven”, me dijo la niña, y me llevó consigo hacia una cocina con fogón de leña humeante. Mientras tanto, mi abuela reencarnada me ponía un mate con papas revueltas en mis manos. No sé si fue el hambre o la generosidad, pero esas han sido unas de las papas revueltas -ese potaje tan cajamarquino, tan rico y tan simple- más deliciosas de mi vida.

Y yo, que soy bastante engreído (y un poco asqueroso), no le puse peros a que no me dieran cuchara ni tenedor y que, siguiendo su ejemplo, empezase a comer con la mano, y menos le hice ascos a la taza de fierro enlozado que tenía un mate de hierba luisa humeante y oloroso, pero con una gran cantidad de tierra al fondo de la taza. Era una comida campesina simple, rica, intensa, en un lugar que, seguramente, no tenía ni agua, ni desagüe, pero sí generosidad para con los extraños.

Con el corazón contento y el estómago repleto, me levanté, agradecí la comida y les dije que ya me iba. “Tu atún, Shalito”, me dijo la niña, cuando vio que lo había dejado olvidado sobre la mesa. “Para ustedes. Gracias por el almuerzo”, les dije, y me fui.

Al llegar donde mis amigos escolares, estos ya habían empezado su enésimo partido de fútbol y me metí de nuevo a la cancha, a evitar los miles de goles que, imaginaba, algún día, convertido en el “Loco” Quiroga, iban a servir para destrozar a Alianza Lima y, sobre todo, a los chilenos.

A eso de las cinco de la tarde, cuando ya estábamos por subir al bus que nos iba a regresar a la ciudad, vi que el doble de mi abuela y su niña se aparecían por el descampado donde jugaba fútbol con mis amigos y me llamaban. Yo era un niño de la ciudad, al que le habían metido en la cabeza miles de complejos, uno de ellos, que no había que juntarse con los campesinos, pues ellos eran brutos y torpes, sucios e inferiores.

Intenté hacerme el loco, el que no escuchaba sus voces, di media vuelta y seguí avanzando. Pero la niña corrió hacia mí, con el alma pura y sin complejos, y me llamó por mi nombre: “Shalito, tu atuncito”, y me acercó el contenido de mi lata de grated de sardinas ya abierta, servido en un mate burilado y, al lado, unas papas nativas, rojizas, amarillas, moradas, humeantes, deliciosas. “Para tu viaje de regreso”, me dijo mientras me mostraba su alma buena en una sonrisa.

Mientras el bus avanzaba, y ese par de campesinas a quien me parecía tanto y debía adorar, me decían adiós con las manos, dos de mis amigos se me acercaron y me preguntaron: “¿Quiénes son esas lorchas, esas cholas cochinas?”. “Son mi ex empleada y su hija, viven por acá”, les dije, mientras botaba el mate y su contenido por la ventana del bus. “Qué asco: yo no como comida de indios”, sentencié. Sí, el alma me duele hasta hoy.


(Este texto fue originalmente publicado en Perú21. Se llamó “El grated infame”, y fue mi respuesta a las racistas manifestaciones que se produjeron entre mis paisanos cuando se trataba de poner en marcha Conga, el proyecto minero).

Foto cortesía de Fidel Carrillo.