Hubo un tiempo en que mi vida fue una mentira cotidiana, constante, y determinaba mi conducta, mis afectos, mis acciones. La situación duró varios años y los estragos de dicha situación los vivo hasta hoy (y, quizás, seguirán conmigo para siempre).

Como muchos hechos felices y traumáticos de mi vida, su inicio tiene un día y una hora exacta. Fue el 1 de marzo de 1988, cuando empezaron mis clases en un colegio limeño.

Hacía pocos meses me había mudado a esta ciudad que, por entonces, detestaba. Hasta diciembre del 87 había vivido en Cajamarca, pero la muerte de mi abuela materna, quien me criaba, hizo que mi mudanza a Lima fuese inevitable. Por primera vez en mi vida iba a vivir con mi madre, en Lima, donde ella trabajaba. No había otra opción… porque mi padre también vivía acá.

Mi madre y yo empezamos a buscar colegio un poco tarde, avanzado febrero. Teníamos dos requisitos: que se ajustase a nuestro escaso presupuesto, y que quedase cerca de su trabajo, en Santa Beatriz, por la Avenida Arenales, así ella podía acompañarme y evitar que me perdiese en esta ciudad que aún no conocía (ni conozco todavía).

Como mi madre tenía pocas horas libres, me encargó la tarea de buscar el colegio. Me pidió que seleccionase tres finalistas y que juntos decidiríamos. Recorrí las primeras cuadras de las avenidas Arenales, Arequipa y Petit Thouars. Por entonces, estaban llenas de colegios minúsculos, de un salón por grado, pero atiborrados de alumnos.

Mis finalistas fueron el colegio San Andrés, que estaba en la cuadra 1 de Petit Thouars, pero lo descartamos por religioso: era protestante. 

Yo tenía 12 años y ya no creía en Dios, y mi madre aún conservaba algunos rezagos de su ateísmo comunista.

El otro finalista fue el colegio Dalton, que estaba en la cuadra 18 de Petit Thouars. Para mis pequeños estándares de entonces no estaba del todo mal, pero en eso oímos decir a una madre que al Dalton iban a parar todos los expulsados de los colegios vecinos. Eso, que para mí era un plus, para mi madre resultó un tabú. Ella decía que yo era un niño estudioso y que debía estar en un colegio que promoviese mi inteligencia. Así caímos en el Espíritu Santo, mi tercer finalista.

El Espíritu Santo, llamado “Holy Ghost” por sus promotores y poseros alumnos, estaba en la cuadra 4 de la avenida Arequipa, a solo una cuadra del trabajo de mi madre, así que nos venía perfecto; sin embargo, estar cerca fue su máxima cualidad, porque siempre resultó una estafa, una mentira, un cascarón.

Por fuera era una construcción republicana de inicios del siglo XX, aquellas casonas bonitas que se construyeron a lo largo de la, por entonces, avenida Leguía. Decir que el colegio resultó un cascarón no es una metáfora, sino un dato alineado con la realidad. Uno ingresaba y se encontraba con un bonito salón con brillantes pisos de madera y mármol, techos altos, sobria decoración y, al lado, un salón de clases, amplio y con relucientes carpetas, donde daban ganas de sentarse y estudiar. Allí recibí una clase modelo, allí decidí quedarme, allí tracé mi destino, uno vinculado con la mentira.

Las clases comenzaron una semana después. Yo venía de estudiar en Cajamarca, en una escuela estatal llena de gente pobre, urbana y campesina, familias necesitadas que muchas veces no tenían dinero suficiente para comprarles a sus hijos el uniforme único, ese modelo espantoso de color gris rata instaurado por Velasco en los 70. He de decir que muchos de quienes sí podían comprarse el uniforme tampoco lo usaban porque querían sentirse grandes, adultos, libres, y el uniforme escolar los regresaba a la niñez, a la adolescencia, a la dependencia. Yo era uno de ellos.

Fue así que el 1 de marzo de 1988, mi primer día de colegio en Lima, con 12 años a cuestas y a punto de empezar el segundo grado de secundaria, me aparecí en el Espíritu Santo sin uniforme.

La situación fue terrible. Primero, porque descubrí de inmediato que el colegio era un gueto, con compartimentos estancos y cerrados, donde se castigaba la diferencia y se premiaba la grisura en el vestir, en el pensar, en el sentir, en el vivir. Para defenderse de la disidencia se priorizaba lo colectivo, las manadas, las jaurías, y todo lo diferente era atacado. Era su manera de sobrevivir. Entonces, llegar sin uniforme único, con ropa colorida, con un bolso andino tejido por mi abuela cajamarquina no era la mejor estrategia para integrarse, para escapar del bullying.

De inmediato fui rodeado por un grupo de estudiantes a quienes les llamaba la atención, además de mi ropa, mi bolso multicolor. Me preguntaron mi nombre y a qué grado iba. Allí se produjo mi segunda caída. “Soy Gonzalo, vengo de Cajamarca. Voy a segundo grado”. “Es serrano”, gritaron en coro. Mi motosidad andina, mi hablar cantando y mis propias palabras me condenaron de inmediato a la discriminación.

Hasta entonces, nunca me había sentido cholo, serrano, diferente. No digo que en Cajamarca no haya existido el racismo y el clasismo, quizás pasaba que allá vivía también en un gueto donde todos éramos iguales. Ese 1 de marzo de 1988 fui consciente de que era cholo y serrano, enano y debilucho, malvestido y pobre, y que todas esas eran características que me hacían menos, de las que debía avergonzarme y, claro, de las que debía alejarme. O me integraba o me convertía en víctima.

¿Pero cómo dejar de ser serrano si eso no era una cualidad sino una condición determinada por mi nacimiento en Cajamarca? ¿Cómo ser 20 centímetros más alto si mis padres a las justas pasaban el metro y medio? ¿Cómo dejar de ser pobre si mi madre era una empleada estatal con un sueldo ínfimo y mi padre me daba algunos abrazos y enviaba algunos recados cariñosos, pero no dinero para mi manutención? Agreguemos que, en esa época, en ese colegio, en ese entorno, con algunas excepciones y allí mismo, entre quienes me agredían, había algunos con menos recursos que yo.

De inmediato, establecí algunas corazas. Primero, dejar de hablar, nadie más debía notar mi mote serrano. Segundo, ponerme de inmediato el uniforme gris, ese que tanto odiaba, para no llamar la atención. Tercero, esconderme, recluirme en mi caparazón, evitar destacar, integrarme.

El 1 de marzo de 1988, de un porrazo, descubrí el racismo peruano. Descubrí que debía dejar de ser yo y ocultarme. Descubrí que, para sobrevivir, la mentira era mi camino.

Supe también que, aunque me integrase, siempre sería diferente… y que el mundo era una buena mierda.

Después de la formación estricta y cuasi militar, de rezar espantosas oraciones (más aún en un ateo reciente como yo) y de cantar el Himno Nacional, pasamos a los salones. Peor no me podía haber ido: quise evitar un colegio protestante y caí en uno marcial, católico y conservador; donde había más expulsados que en el Dalton o en el Leoncio Prado.

En el salón comprobé con tristeza, pero ya un tanto hecho al dolor, que mi colegio era infame, no solo por sus alumnos y su estructura piramidal, sino por su infraestructura. El bonito lobby y el aula de la clase modelo solo eran un espejismo: varios salones eran prefabricados y los pocos salones de la construcción principal -hecha de adobe- se caían a pedazos, con carpetas destruidas, pizarras destartaladas y acústica deplorable.

Los profesores resultaron otra desilusión: en mis cuatro años en el Espíritu Santo solo tuve un profesor bueno, uno que nos enseñó teatro, y que por ser expresivo y directo solo duró un bimestre. Fue despedido por la presión de algunas madres de familia quienes reconocieron en él la independencia que da la inteligencia... y ese colegio estaba hecho para uniformizarnos, para hacernos hijos del sistema, para coactar cualquier atisbo de libertad.

Y a mí, que quería ocultarme, que había decidido no hablar más, pero que no podía escapar a mi esencia, justo se me ocurre levantar la mano cuando, en la primera clase, la profesora hizo una pregunta que nadie del salón sabía o se animaba a responder, porque el miedo a equivocarse y ser objeto de burla era otro de nuestros constantes traumas colectivos. Por eso, todos optaban por el estéril silencio, uno que no premiaba, pero tampoco castigaba.

“Señorita, en la oración que ha escrito, el sujeto es ‘Juan’, el verbo es “tomó” y el objeto directo es ‘la sopa’”. En lugar de celebrar mi participación, todo el salón, incluyendo a la profesora, empezó a reírse de mí. ¿Cuál había sido mi pecado si la respuesta era correcta? Decirle “señorita” y no “miss”, como se acostumbraba en Lima, a la maestra. Me sentí más serrano y más cholo y más poquita cosa que nunca.

Y tenía que volver. Esa noche, en casa, cuando mi mamá me preguntó qué tal me había ido en el colegio, le mentí. “Muy bien”, le dije. “Ya hice amigos”. 

Luego me encerré en la cocina, empecé a llorar y, de inmediato, a hacer ejercicios de vocalización, para sacarme mi “espantoso” hablar cajacho y reemplazarlo por el afeminado tono limeño.

Al siguiente día, ya con el uniforme gris, me fui hacia el paradero, el lugar donde debía tomar el bus que me llevaría a mi colegio cascarón. ¿Por qué no me acompañaba mi madre? Sucede que justo después de matricularme en el colegio cascarón la trasladaron a la sede del Callao de su trabajo. Todo el esfuerzo por conseguir un colegio cercano no había servido de nada y yo tenía que arreglármelas solo. Mi madre ya no podría acompañarme en mi travesía escolar. Debí ver en eso una señal del infortunio por venir.

Por entonces, mi madre vivía en dos habitaciones alquiladas en una casa de la urbanización Las Vegas, en el límite de Comas y Los Olivos, a la altura del kilómetro 21 de la Panamericana Norte. Éramos pobres, y la casa era un reflejo de nuestra pobreza: pisos de tierra, paredes de ladrillos sin enlucir y sin pintura, techos de Eternit con vigas apolilladas y baños infames. El agua no era potable y las calles de la urbanización no estaban asfaltadas.

En esas dos habitaciones se acumulaban, con orden, eso sí, pues mi madre siempre fue muy ordenada, una cama que ella y yo compartíamos, dos sillones destartalados, dos cajoneras de falsa madera, un ropero herencia de mi abuela, un juego de comedor desvencijado, una cocina a kerosene y poco más.

El barrio estaba conformado, en su mayoría, por migrantes ancashinos, de las zonas de Pallasca y Carhuaz, quienes habían trasladado varias de sus costumbres a Lima. El quechua era muy común y, cuando las organizaban, sus fiestas andinas, herencia de sus pueblos, eran muy coloridas y divertidas. Yo la pasaba de puta madre viéndolas, pero, claro, de inmediato intuí que, ante mis compañeros del colegio, no debía mencionar que me gustaban porque eran, pues, una cholada, y si se burlaban de mi motosidad andina, imagínense lo que pensarían de los quechuahablantes.

El paradero estaba a unas 10 cuadras de mi casa, en un terral al frente de un mercado informal. Mi madre me había enseñado que debía tomar la línea 13, una que decía Retablo-Surco, era de color crema con líneas guindas (como mi equipo, Universitario de Deportes) y que debía bajarme en la cuadra 3 de la Av. Arenales. Mi colegio estaba justo a la espalda.

Eran épocas donde los micros, casi siempre buques inmensos y destartalados, iban repletos, donde los escolares éramos una plaga por evitar porque pagábamos una tarifa reducida y donde era muy común viajar colgados, con medio cuerpo afuera, haciendo logrados actos de equilibrismo. No sé cómo no nos caíamos. Como sucede hoy --pero con menor intensidad, lo admito, pues estos días, cosa increíble, se viaja peor, situación que nos demuestra que siempre podemos degradarnos más--, las rutas eran larguísimas y había que levantarse muy temprano para llegar a tiempo a nuestro destino.

A las 6:15 a.m. ya estaba en el paradero esperando mi micro, uno que, en 90 minutos, después de recorrer la Panamericana, entrar al Rímac, atravesar las avenidas Tacna y Wilson, me dejaría en el cruce de las avenidas Arenales y República de Chile, frente a un chifa, un hotel y un edificio de oficinas donde había un prostíbulo, el mítico 501, donde pasaría varias de mis mejores tardes adolescentes.

Al subir me di cuenta de que en el otro extremo del bus estaba una de las adolescentes de mi salón, de mi colegio cascarón. Tenía el uniforme gris, sí, pero había levantado la falda hasta convertirla en minifalda. Su cabello era delgado, lacio, ligeramente castaño y le caía hasta los hombros. Era blanca, pálida y con una nariz de gancho que muchos rechazaban, pero que, para mí, le daba personalidad. No era guapa, es verdad, pero reflejaba actitud. Avancé hacia ella, porque imaginé que podía encontrar en esa nariz prominente una amiga, una aliada, una confidente, porque, además, ¡era mi vecina! Ella me vio venir, pero cuando me sintió cerca, se volteó, avanzó como pudo por entre la gente apelmazada, y se alejó de mí. Me quedé frío. ¿Por qué el rechazo si no le había hecho nada, ni siquiera había tenido tiempo de decirle “hola”, ni siquiera habido tenido tiempo de caerle antipático?

De golpe, todas las inseguridades que aparecieron en mi vida el día anterior se apoderaron de mí. ¡Por qué otra cosa podía rechazarme sino por ser serrano, cholo y hablar cantando! El niño feliz y seguro de sí mismo que había sido cuando dejé Cajamarca, apenas dos meses atrás, empezaba a desaparecer.

Bajamos en el mismo paradero, por puertas diferentes, y ella aceleró el paso. El mensaje estaba claro: en el universo del colegio cascarón solo me quedaba ser un rezagado.

Era temprano, aún no habían comenzado las clases. Me puse como objetivo pasar desapercibido: iba vestido de gris, andaba encogido, reduciendo mi cuerpo al mínimo, pegado a las paredes y no había abierto la boca para que ninguna melodía andina irrumpiese en el ambiente.

De rato en rato levantaba la cabeza y giraba la mirada 180 grados para analizar la situación y tener perspectiva de lo que pasaba. En eso vi a la adolescente que me había evitado en el micro conversar con otras chicas, quienes, a su vez, dirigían su mirada hacia mí y, mientras ella les murmuraba cosas de forma muy expresiva, se carcajeaban al mirarme. ¿Se reían de mí acaso? La niña de la nariz hacía gestos, daba algunos pasos, iba y volvía, y yo sentía que me imitaba. Me hice un ovillo, quería desaparecer.

Sonó el timbre, ese que llamaba a la formación, donde el gris cortaba el sol del verano en decadencia, y se imponía. Sonó el Himno Nacional y, luego, una marcha militar. En eso, una voz marcial pronunció mi nombre. “El alumno Gonzalo Pajares que se acerque al estrado a rezar”. Me quedé helado. Llevaba allí apenas dos días, cómo así me conocían, cómo así habían notado mi presencia, por qué me pedían rezar. “Repetimos, que el alumno Gonzalo Pajares, del segundo grado de secundaria, se acerque a rezar”, dijo la voz, con un tono más autoritario.

Caminé hacia el estrado, tropezándome ligeramente, pero sin caer. Tenía el rostro hecho fuego y, estoy seguro, los 150 centímetros que tenía por entonces se habían reducido a 50. Era un liliputiense, un insecto, un bicho que quería ser invisible y, de pronto, había tomado una gris y minúscula corporeidad.

“Reza el Ave María”, me dijo la voz autoritaria. Una oración universal, fácil de rezar pero que yo, desde mi ateísmo reciente y anticatolicismo militante sin una misa en mi haber, desconocía. “No la sé”, le dije, quedamente, a la voz que me hablaba. “¡Cómo que no sabes el Ave María, si la conoce todo el mundo! ¿Acaso no crees en Dios?”. “Sí, pero mi familia es evangélica”, respondí, como escapatoria y, porque, además, era verdad, mi familia era evangélica, es más, mi abuelo era un pastor protestante que, maravillas de su nobleza, llamaba en sus homilías “Hermano Papa” a Juan Pablo II.

“Ah, pero los evangélicos sí rezan el Padre Nuestro. Reza el Padre Nuestro”. Tomé el micro y me encebollé. Sí, alguna vez había aprendido el Padre Nuestro, pero hacía mucho que no lo rezaba pues en mi colegio cajamarquino no había formación inicial y nunca se rezaba, y yo en mi casa hacía de todo menos rezar.

“Padre nuestro que estás en el cielo”, dije. “Santificado sea tu nombre”, respondió en coro el colegio secundado por la voz autoritaria. Y no pude seguir. No recordaba el siguiente verso. Me puse nervioso. Empecé a musitar palabras y dije “amén”.

“No señor, nada de amén. Es una vergüenza que no sepa la oración que nos enseñó el buen Jesús”. “Lo he olvidado. Es que yo no rezo”. “De dónde viene usted. De qué colegio”. “Del colegio Champagnat, de Cajamarca”. “¿Del Champagnat? ¿Y no sabe rezar?”. “Del Champagnat, de Cajamarca”, repetí. “Ay, nuestras provincias, siempre atrasadas. Cómo es posible que lo hayamos admitido acá. ¿Acaso no tiene padre, acaso no tiene madre que lo guíen por el buen camino y le transmitan la palabra del Creador? Regrese a la formación. Ahora todos repitan después de mí “Padre nuestro que estás en el cielo, santificado sea tu nombre…”. El 2 de marzo de 1988, gracias a esa voz, conocí el odio y empecé a detestar todo autoritarismo.

Sin embargo, aunque lo vivido había sido muy duro, no pude llorar. Quizás ya había botado todas las lágrimas la noche anterior, mientras trataba de cambiar mi andina voz por un tono limeño. Creo que esa escena me ayudó a curtirme un poco porque, aunque la seguí pasando muy mal en ese colegio cascarón, allí, entre sus paredes, nunca lloré.

De regreso en el salón, cargaba otra tara, otra condición que me hacía menos, diferente, rechazable: no solo era serrano, cholo y pobre, también era evangélico en un universo lleno de catolicismo, aunque sea en apariencia. Vaya manera de pasar desapercibido.

En eso, se me acercó una de las adolescentes que había estado conversando con la niña del microbús. “¿Dónde vives?”, me preguntó. “Por la Panamericana Norte”, le respondí. “¿Exactamente dónde?”, insistió. “Creo que el distrito se llama Los Olivos”. “¿Y en tu barrio tienes agua? ¿Las calles son de tierra o tienen pista?”, dijo, alejándose, carcajeándose.

“Ya, habla, serrano, para mí, cajamarquino como eres, extrañas a tu tierra y, por eso, vives en el cerro. Habla, pe. ¿Cagas en wáter o en silo? Jajaja. Puta, los serranos me llegan al pincho porque son mudos. Aunque sea di “sí, papay”, pues”, me dijo otro de mis compañeros, un adolescente alto y desgarbado. Todo el salón se cagó de risa. Felizmente, el primer profesor del día ingresó al aula y fui salvado, literalmente, por la campana.

Mientras el profesor hablaba sobre ríos, quebradas y demás accidentes geográficos, yo iba trazando en mi cabeza un plan de lucha, mejor dicho, un plan de autodefensa. Por entonces, no se usaba la palabra bullying, pero sí se hablaba del abuso y de los lornas y de los pendejos del salón. Era evidente, que si esto seguía así yo me iba a convertir en un lorna, en un abusado, en un pelele. Por lo pronto, ya nadie me llamaba Pajares, Gonzalo o Pajero, como sucedía en mi escuela cajamarquina. En el colegio cascarón yo era “el serrano”.

¿Qué hacer? Analicé el panorama y vi que todos, excepto los más tímidos, andaban en grupo. Es decir, tenía que conseguir amigos, pero no entre los nerds, sino entre los pendejos. Mi mejor amigo debía ser, lo más pronto posible, el adolescente que se había burlado de mí, el que me había preguntado si cagaba en wáter o en silo.

Se sentaba al fondo, como era previsible, y le hacían corte tres o cuatro imberbes, quienes celebraban cualquier cosa que dijese, aunque fuese estúpida. Sin embargo, he de reconocer que el tipo era divertido, ocurrente, rápido para la joda verbal. Se llamaba Pipe, había repetido un año de colegio y vivía en Palomino, un conjunto habitacional del Cercado de Lima lleno de gente sabrosona. “Profe, profe, ya que está hablando de cerros, por qué no da la clase el serrano Pajares. Él viene de allá, él si conoce de cerros, si hasta en Lima vive en uno”, interrumpió Pipe al profesor de Geografía, y otra vez todo el salón estalló en carcajadas. Tenía que apurar mi plan.

También estaba el Colorado Reyna, un pelirrojo del Callao, que tenía al espejo como aditamento principal. Se sentía guapo, sin duda, aunque, luego lo supimos, usaba maquillaje para ocultar sus muchas pecas. Otro de los palomillas era Arispe, quien vivía en Breña, y por cuya nariz de loro la gente le hablaba como si se tratase de un pájaro desafinado y chillón. Ellos dirigían la joda y en mí ya tenían nueva, débil y propicia víctima.

Luego de la clase de Geografía vino la clase de Matemática. El profesor, más conocido como “El Chato Ramos”, era más pequeño que los alumnos. De inmediato me sentí identificado con él porque era andino y su motosidad era mayor que la mía pues era quechuahablante. El pequeño racista que el colegio cascarón estaba haciendo aparecer en mí se preguntó: “Si él es más serrano que yo, ¿por qué lo respetan, por qué no lo joden como a mí?”. Porque le tenían cariño. El Chato Ramos se había ganado el respeto de esos imberbes en base a puro carisma y un toque de autoridad, porque, la verdad, no era un gran profesor.

Empezó a llenar la pizarra con algunos ejercicios de álgebra, ecuaciones sencillas que yo ya había visto en mi colegio cajamarquino. Aunque conocía las respuestas, sabía que no debía hablar porque eso podría conducirme hacia el bullying, hacia la joda, hacia el tormento.

El Chato Ramos empezó a preguntar las respuestas de los ejercicios y, como era previsible, nadie se atrevía a responder por miedo al error y al bullying. Intuí que era el momento de actuar, de ganarme algunos amigos. Cerca a mí estaba Arispe, así que le pasé un papelito donde escribí: “La respuesta de la ecuación 1 es 8. C=8”. “Profe, acá el serrano dice que la respuesta es 8, que C es igual a 8, pero no se atreve a decir la respuesta porque él solo sabe los números en quechua”. Otra vez, todo el salón se cagó de risa… incluido el Chato Ramos.

“¿Quién es usted, alumno? Es nuevo, ¿verdad?”. “Es el serrano Pajares, profesor. Nos está contaminando el salón. Lo que huele no es pezuña sino su olor a queso”, dijo Pipe, y el salón se volvió a cagar de risa.

“Ya, Pipe, cállese. A ver, alumno, salga a la pizarra y haga el ejercicio”. Rojo, avergonzado, encogido, salí y resolví el ejercicio. “Y se anima a hacer el segundo?”. Tomé la tiza e hice el segundo. “Muy bien. Vaya a su sitio. Tiene dos puntos a su favor para el examen”. “No, pe, profe, esa es solidaridad entre serranos. Para mí, usted le ha soplado la respuesta en quechua”, dijo Pipe, payaseando, haciendo, otra vez, que el salón se carcajease. “Pipe, a la dirección, castigado”.

“Oe, serrano conchatumadre, haces que me castiguen otra vez y te saco la puta de tu madre”, me arrinconó Pipe a la salida del colegio. “Oe, huevón, pero la culpa la tienen ustedes. Yo les pasé la respuesta y, por joderme, ustedes me tiraron dedo”. “Ah, conchatumadre, respondón eres. A quién chucha le dices huevón”. “Ya, disculpa, no eres huevón. Pero hagamos algo: yo les paso las respuestas en los exámenes de matemáticas. La idea es darnos la mano. Qué te parece”. “Ah, no eres tan huevón, serrano. Lo haces para que te dejemos de joder. Ni cagando. Rico es joder. Pero, ya que te ofreciste, de acá en adelante me tienes que ayudar, sino te saco la puta de tu madre y te regreso a tu tierra, so papay”. Y se fue cagándose de risa.

En eso se acercó Arispe y me dijo: “En serio, causa, ¿nos puedes ayudar con los exámenes? Yo el año pasado casi repito por Matemáticas. Si repito una vez más, mi viejo me saca la mierda. Si me das una mano te defiendo de Pipe. Pero, causa, no hagas tanta finta, pe, acá los chancones nos llegan al pincho”. Nos dimos la mano. Ya tenía un amigo, interesado al fin y al cabo, pero un amigo.

En la puerta del colegio me encontré con un grupo de alumnos de mi salón que se pasaban la pelota. “Oe, serrano, ¿juegas fútbol?”, me dijo el Colorado. “Soy arquero”, respondí. “Debes ser más malo que la puta madre, carajo, porque a quién chucha le gusta ser arquero. Ya vente, nos falta uno, vamos a pelotear”. Ante tanta autoridad, no me quedó sino seguirlos hacia el parque que estaba al frente del colegio, armar mi arco y ponerme a jugar.

Por suerte, tuve una tarde buena. Evité unos cuantos goles y, de mis pases largos, nacieron un par de ataques que nos dieron la victoria en ese pichanga informal y desordenada de jugadores con más entusiasmo que talento. “El serrano no tapa mal. No es gran cosa, pero pa rellenar el equipo está bien”, dijo el Colorado mientras los imberbes jugadores nos tomábamos una Lulú después de la pichanga.

Ya era hora de regresar a nuestras casas y, como siempre, salió la durísima pregunta. “¿Dónde vives?”. En un día me había dado cuenta de que vivía en una ciudad, en una sociedad racista y clasista, donde todos éramos juzgados no solo por cómo nos veíamos y hablábamos sino por lo que aparentábamos. “En el cerro, pues, si es serrano”, se adelantó a mi respuesta uno de mis compañeros de clase. “Déjalo hablar, pe, huevón”, dijo el Colorado. “Mi vieja vive por la Panamericana Norte, pero mi papá, en el Rímac. Yo vivo con él, pero anoche me quedé con mi mamá”, mentí.

Intuí que, en el universo clasista de mi colegio, a pesar de que el Rímac también era un distrito popular, era mejor visto que Los Olivos o Comas, por donde vivía mi madre.

La niña que me había visto subir a mi microbús por la mañana vivía en El Retablo, en Comas, otro lugar populoso, pero urbanización al fin y al cabo. En el microcosmos de mi colegio cascarón siempre había que buscar una víctima, una persona hacia quién trasladar el bullying, y eso era lo que había hecho esta niña conmigo. Antes de mi llegada, a ella la jodían por vivir tan lejos: “Oe, flaca, para llegar a tu jato, cuántos burros matas en la ruta, porque el micro no llega hasta tu arenal, ¿no?”, y se cagaban de risa. Pero esta chica tenía mucha actitud, no se quedaba callada y les respondía: “Burro es el que se tira a tu vieja, chuchatumare”, y se hacía respetar un poco, pero, de todas maneras, siempre la molestaban con la lejanía de su casa… hasta que yo aparecí en el mapa, y aunque a ella le sobrase carácter, y como tonta no era, aprovechó la circunstancia para trasladar hacia mí toda la joda que a ella le caía por vivir tan lejos, por vivir en Comas, “cerca a Huacho”.

“Ah, manya, en el Rímac. Y por dónde”. Tuve que hacer memoria de inmediato, improvisar. Yo había ido a visitar un par de veces a mi viejo, pero no sabía exactamente dónde vivía, ni el nombre de su calle, ni el número de su casa, ni nada. En eso recordé que mi viejo decía que vivía cerca de una de las zonas más tradicionales de Lima, que hasta en una canción de Chabuca Granda salía. “Por la Alameda”, dije. “Ah, por el Paseo de Aguas. Paja, por allí, pero harto ratero, causa. Puta, lo que nos faltaba en el colegio, un serrano choro”, y todos rieron… yo también.

Dentro de mí me decía que, después de todo, no había sido un mal día. Sí, el bullying seguía, pero ya tenía un aliado interesado, Arispe, y una mancha pelotera que, aunque me jodía, sabía que podía necesitarme, aunque sea de relleno, aunque sea de arquero.

Nos fuimos juntos al paradero y, en eso, el Colorado me dijo: “Choche, allí está tu micro, ese va a la Alameda, en el Rímac. ¿Vas a subir o vas a seguir acá, buscando marido? Habla, serrano, estoy carretón”, y nos reímos. Subí a un micro desconocido, rumbo a una Alameda desconocida, en un distrito desconocido, y empezando a conocer mi otro yo, mi nuevo yo, uno construido en base a mentiras cotidianas y, luego, permanentes.

Durante cuatro años, los cuatro años que estuve en el colegio cascarón, mentí día a día. Desde que me levantaba hasta que me acostaba, mi vida era una constante mentira, pura apariencia, puro dolor. Mi excusa, resistir. Mentía sobre el lugar dónde vivía, mentía sobre mi madre y su trabajo, mentía sobre mi familia y sus costumbres, mentía sobre la ropa que usaba y la música que oía, mentía sobre Cajamarca y mis amigos. A los 12 años, uno es su pequeño universo, y el mío estaba plagado de falacias. 

Yo mentía porque no quería ser quién era: un chico inteligente, pero con la maldición de ser serrano, cholo, pobre y, sobre todo, sensible. Mentir día a día, para sobrevivir. Mentir por siempre.


(Foto cortesía de Fidel Carrillo)