Gracias a mi trabajo como periodista, recorro el Perú y el mundo con cierta frecuencia. 

Viajando me siento como un niño que se sorprende a cada instante. Eso sí, siempre con la mente abierta y ganas de aprender. 

Dicen que uno lee cuentos y novelas para vivir aquello que nuestra condición humana nos impide. Solo tenemos una vida, lo cotidiano nos distrae, nos es imposible tener todas las aventuras que deseamos.

Por eso me gusta viajar tanto y, luego, contarlo, para que, leyéndome, ustedes sean mis compañeros de viaje y aventuras. Atrévanse a ser parte de este recorrido, les prometo que siempre comerán y beberán bien.

Piura (o la chicha de jora y yo)

Qué bonito es el Perú por sus paisajes y su sazón. Costa, sierra y selva son una bendición. Yo lo recorro siempre porque estoy convencido de que cuanto más viajemos, cuanto más mundo tengamos y vivamos más experiencias, mejores personas seremos.

En el Perú tengo varios destinos favoritos, lo que es una bendición, pero, seamos honestos, no todo nos emociona igual. Es como la belleza femenina: sobran las mujeres hermosas, pero son unas pocas las que nos emocionan, unas pocas (o acaso solo una) con las que hacemos conexión.

Con Piura tengo una conexión perpetua. Si me hablan del norte del Perú automáticamente pienso en Piura. Siempre que voy aprendo más y más, por su paisaje, por su gente, por su sazón.

El verano pasado, junto con mi amigo, el cocinero Israel Laura, recorrimos sus calles y pueblos y nos dimos cuenta cuánto había marcado nuestros paladares. 

Precisamente, uno de mis platos preferidos de Isra es el pasadito Kañete, una recreación del pasadito piurano, esa delicia que significa tener el mar en un bocado.

De los piuranos también me entusiasma su gusto por los pescados azules, aquellos que, por abundantes y baratos, han sido mirados con desprecio. Piura es el reino del mero murique, ese maravilloso pescado blanco, pero también es territorio de la caballa y el jurel, de los bonitos inmensos y de las cachemas proletarias pero con charm.

Un cebiche de caballa con todo y piel es un locurón; una cachema frita con plátano como guarnición, una salvación.

Cómo comen plátano los piuranos, en chifles o asados, sancochados y fritos, salados y dulces. Envidio su creatividad, creatividad de la que fui testigo, repito, con Israel.

En Catacaos nos sirvieron, además de cebiches, secos de chavelo y de cabritos jugosos, una cachema a la brasa que previamente había sido oreada y ahumada en la brasa del fogón a leña. Cerramos la orgía culinaria con un sudado que no había sido contaminado por el agua: todos sus jugos provenían del pescado mismo y de la chicha de jora con la que había sido preparado.

Hace algún tiempo, en una feria gastronómica, mientras recorríamos los puestos de comida, sentimos el aroma supremo de una chicha en ebullición. Nos acercamos a la señito que cocinaba y le pedimos que nos invitara un sorbito. “¿Cómo les voy a invitar esta chicha? Esta chicha no está buena, por eso la uso para cocinar, no para tomar”. “No importa, señito, convídenos un poquito”. Un tanto avergonzada por darnos lo que para sus altísimos estándares no estaba en su punto extremo de calidad, nos sirvió un potito. Quedamos alucinados, si esa era la chicha mala, Dios mío, ¡cómo estaría la chicha buena!

Y las buenas chichas, las supremas, repito, las acabamos de probar junto con Israel en Catacaos. Gracias a algunos amigos visitamos las casas de unas señoras que preparaban su chicha -ese maíz hervido y fermentado que sabe a gloria, que es maravilloso tanto para beber como para cocinar- a la vieja usanza, lenta y cariñosamente, con leña de algarrobo y en ollas de barro (y hasta en peroles de cobre) y con algún secretito (pata de buey, quinua, manzana, plátano y más).

Las tienen de diferentes edades, con diferentes reposos. 

1. La fresca, recién hecha, que reemplaza al agua porque, gracias a la fermentación, es más sana, y por ello es tomada como refresco por todos, incluidos los niños. 

2. La de guarda, que se usa para celebrar la vida, ideal para las agasajos familiares, patronales, comunales. 

3. La añeja, la del entierro (se guarda bajo tierra, algunas por varios años), que solo se sirve en ocasiones especiales… como la visita de un simple periodista como yo, y un cocinero curioso e inspirado, como Israel, quienes más que escribir y cocinar, sabemos entusiasmarnos con el cariño y la sazón de la gente buena.