El chupe de camarones no es un plato de comida, es un portento, una catedral, un universo. Si mañana me condenasen a muerte, cosa bastante probable, y me preguntasen qué quiero comer en mi última cena pediría, sin dudarlo, un chupe de camarones.
Me encanta el cebiche, amo el lomo saltado, pero creo que el Quijote de la gastronomía peruana, nuestro Crimen y castigo, nuestro Hamlet, nuestro Guernica, nuestra Quinta Sinfonía, nuestro Ciudadano Kane, nuestra Muralla China, es el chupe de camarones.
Si bien siempre he destacado la simpleza hecha perfección del cebiche, la peruanidad hecha diversidad de un lomo saltado, nunca dejé de señalar que el chupe de camarones es nuestro plato más sabroso; una verdadera catedral churrigueresca, ese estilo arquitectónico americano que radicalizaba, cuándo no en estas tierras bryceanas, los recargados preceptos del estilo barroco.
Porque el chupe de camarones es un canto a la desmesura. Lleva arroz, lleva papas, lleva leche, lleva queso, lleva huevo, lleva alverjas y, por supuesto, la creación divina más lograda: los camarones con su coral. No me cansaré de decir que al sexto día, cuando creó al hombre, Dios andaba cansado y distraído, pues días antes ya le había dado vida a su creación máxima y perfecta: los camarones.
Por eso, yo no entiendo a los que solo comen colitas de camarón, a los que rechazan la cabeza y las profundidades gustativas del coral. Volviendo a las Escrituras, si el camarón es Adán, su costilla, su complemento, su mejor expresión, es el coral.
Los arequipeños, ese pueblo bendito a veces ganado por el ego, lo tuvieron claro desde el principio: a su creación máxima le pusieron el camarón entero y, por si alguien se atrevía a separar las colitas de la cabeza y su coral, se aseguraron de algo: para que un chupe sea logrado debe tener el coral al menos en el aderezo, ese menjunje que es la base desde donde se construye la catedral. Porque chupes hay muchos, pero para que sea celestial debe tener los camarones y su coral.
Chupes he comido aquí y allá, en Arequipa y en Lunahuaná, en La Nueva Palomino y en Maido, en La Benita y de la mano de mi ex; algunas veces maravillosos; otras, decepcionantes. Esta magna obra necesita grandes arquitectos y, lamentablemente, en nuestra cocina abundan los obreros sin oficio.
Pero los platos que han cambiado mi vida y permanecen en mi memoria, no son siempre los más sabrosos sino los que tuvieron un plus, un picante, un poquito de coral.
De esas experiencias excelsas convertidas en chupe de camarones, he tenido pocas, muy pocas, la primera, con mi ex.
Éramos pobres, muy pobres. Estábamos en la universidad y habíamos decidido vivir juntos. Teníamos un trabajo de medio tiempo que apenas nos alcanzaba para pagar el departamento que alquilábamos en una azotea y para comer. Las boletas las debe haber pagado Taita Dios, porque plata no teníamos para estudiar en una universidad privada, pero con el desparpajo de la juventud, lo hacíamos.
Nuestros primeros muebles -todos distintos, feos y de segunda- nos los regalaron amigos, y hasta la cama era prestada. La cocina llegó regalada por mi madrina desde Cajamarca (“así contribuyo a la conformación de tu hogar”, me escribió, ceremoniosa y graciosamente en carta que conservo aún), y era lo mejor que teníamos: cinco hornillas y horno potente. Que no tuviésemos cosas para cocinar era otra cosa.
Con nuestro primer sueldo juntos compramos una refri; con el segundo, una lavadora; con el tercero, medio kilo de camarones.
Ya estábamos cansados de la papita sancochada con su latita de atún, de las lentejitas con arroz y del choclito con queso cajacho. Ya merecíamos algo a la altura de nuestro amor.
Ella justo había leído una receta de Don Cucho La Rosa (todo hay que contarlo) y había sentido que, más que cebiches, makis (es descendiente de japoneses) y tiraditos, nuestro enrevesado cariño necesitaba la complejidad de un chupe de camarones. Además, sería un verdadero acto simbólico para cortar con la frugalidad del pasado y abrirle la puerta a una anhelada prosperidad porque, la verdad, ya estábamos cansados de ser pobres.
Así que al mercado fuimos en busca de los benditos camarones y, oh, sorpresa, eran carísimos, muy lejos del presupuesto de dos universitarios con más cariño que monedas. No nos quedó otra cosa que la resignación y compramos medio kilo que, a la sazón, eran cinco camarones que juzgamos pequeños para la dimensión de nuestro apetito y afecto. Nuestra casera intuyo nuestro desánimo y nos dijo: “Compren medio kilo de langostinos, son más baratos, y con eso completan su chupe”. Como no hay nada más realista que la sabiduría popular, compramos los langostinos.
Con la receta de Don Cucho en la mano iniciamos nuestra travesía hacía la tierra prometida. El proceso fue lento y trabajoso porque, como tantas otras cosas vividas, en ese terreno también era nuestra primera vez. Limpiar los camarones no fue fácil, porque, además, en esa época no había celulares, menos Internet, así que teníamos que recurrir a algunos viejos recetarios o a nuestras mamás.
Ella llamó a su madre, cocinera experta, más en lides criollas. Allí nos dimos cuenta de que, a su lado, Cucho era un calichín que no merecía ni siquiera el “Don” de su rimbombante fama. Dejamos a un lado su receta y nos concentramos en seguir los consejos de su madre. Sabiamente nos preguntó: “¿Cuántos camarones tienen? ¿Grandes, medianos o pequeños?”. Además, adivinó, pobre como nos sabía, que habíamos comprado langostinos para completar.
“¿Solo cinco? Separen dos para que los sirvan enteros y su chupe sea chupe, quede vistoso y me envíen una foto. A los otros tres sáquenles las colas. Las cabezas, con carcaza y todo, úsenlas para su aderezo que debe llevar ají panca, ají mirasol, ají amarillo, aceite y, si quieren, un toque de ajo y cebolla. Hagan un sofrito con todo eso más un poquito de las pieles de los langostinos. Cuando el sofrito esté listo, lo licúan y lo cuelan para que su aderezo quede limpio, sin los residuos de las cáscaras de los camarones y los langostinos, pues de estos solo queremos el sabor”.
“¿Tienen fondo de pescado? ¿No? ¿Por qué viven juntos sino tienen ni siquiera para comer bien? Ay, estos jóvenes, todo lo hacen por amor”, nos dijo eruditamente la madre de mi ex. Pero ya estábamos sobre el chupe y sobre nuestra adoración, así que a darle con todo.
Tomó el sofrito, lo hizo océano, le agregó, no recuerdo el orden pues ella cocinó, arroz, habas, alverjas, papas, las colitas de tres camarones, algunas más de langostinos, dos camarones enteros, queso fresco, y en ese concentrado hirviente y perfumado, un toque de leche y dos huevos escalfados.
Tomó nuestros únicos platos que, como todo buen menaje de pobre, eran hondos e inmensos, y sirvió dos porciones al tope que yo imaginé inacabables como la magia que había entre nosotros.
Tan hambrientos andábamos que nos olvidamos de las fotos de esa obra de arte total (voluptuosa como pintura renacentista) que nos pidió su madre, fotos olvidadas que, como estábamos en esa reciente prehistoria donde no existían los celulares con cámara, había que hacerla con una vieja cámara que también me había regalado mi madrina “para que no pases muchas penas en la conformación de tu hogar”. Lo siento, no se hizo ninguna imagen, pero de ese día me queda algo más imperecedero, la fuerza de la nostalgia.
Devoramos nuestros platos de forma impetuosa, desordenada, como si nunca antes hubiésemos comido; chupando con la boca abierta, sin educación alguna, pero con el frenesí que dicta el placer, la cabeza del camarón y, luego, sorbiendo ruidosamente su coral, ese elixir que puse de inmediato, y por contraste, a la altura de los mejores besos de mi ex: mientras ella era delicadeza, elegancia y ternura puras, el coral resultaba lujurioso, intenso y colorido. El yin y el yang del amor.
Nos servimos otro plato, pero, oh crueldad terrenal, camarones ya no había, pero sí algunas colitas de langostinos como única proteína. Como el oceánico chupe aún sabía a camarones, eso compensaba nuestra nueva exploración, más dictada por la gula que por el hambre. El placer, cuasi amatorio, nos lo habíamos otorgado con la primera ración, con los primeros bocados, con los primeros sorbos maravillados.
Nunca más un chupe me ha sabido igual. Sin embargo, yo creo que, si hubiese habido más chupes en nuestras vidas, quizás seguiríamos juntos. Pero también siento, hoy que lo escribo, que nuestro amor tuvo fecha de caducidad porque, oh terrenales, oh jóvenes, oh inexpertos, nos enfrentamos a un plato divino como simples mortales.
Por esta circunstancia, de la que también nos declaramos inocentes por inexperiencia y pobreza, los dioses del amor, de la gula y de la cocina arequipeña -que saben de castigo más no de redención- nos castigaron con un cariño finito por el pecado de haber mezclado, en ese canto épico llamado chupe, a los poéticos camarones con los muy prosaicos langostinos.