El de los peruanos con el lomo saltado es un amor a primera vista, a primer bocado, a primer aroma.  

Como me dijo alguna vez un cocinero argentino: “Es la suma de imperfecciones hecha perfección”. Y me explicaba así su afirmación: “En la escuela me enseñaron que no hay que quemar la carne, que el fuego al que la exponemos debe ser siempre medido, controlado; sin embargo, en su lomo saltado ustedes la exponen a un aceite hirviente, humeante, a punto de quemarse, más propio para lubricar un motor en combustión que para comerse. Además, todo gran corte, y el lomo fino lo es, necesita la mínima intervención para ser sabroso: unos granos de sal, quizás un toque de pimienta y nada más. Pero ustedes le ponen sillao, un demiglase que tiene fondo de carne, verduras, huesos y demás, cambiándole totalmente el sabor a la carne. Yo veía esto y me quería regresar a mi país, me decía ‘qué les pasa a estos salvajes, están haciendo mierda el lomo’, no lo podía creer. Además de saltearlo con cebolla (un ingrediente bastante potente), lo sirven con papas fritas y arroz, ingredientes que, nos enseñan los nutricionistas, nos lo machacan en las escuelas de cocina, nunca deben ir juntos. Cuando vi cómo lo preparaban, todo lo que le ponían y cómo lo servían, me escandalicé. No dije nada, pues era el invitado, debía ser cortés y no podía quejarme, pero me puse bastante escéptico sobre ustedes, sus capacidades gastronómicas y su fama, quizás, inmerecida. Pero me senté, lo probé y resultó maravilloso; lo dicho, una suma de imperfecciones hecha perfección”.

Mi amigo tenía razón. Debo agregar algo, la cocina es un acto cultural y refleja la personalidad, las influencias, toda la historia y las costumbres del pueblo donde ese plato se creó.

El lomo saltado es una síntesis de la peruanidad. La carne viene de las vacas que los conquistadores españoles trajeron en los siglos XV y XVI. Las papas nacieron en los Andes, y pocos productos con un ADN más peruano. El tomate es americano. La cebolla nació en Asia, pasó a Europa, llegó al Perú y acá se hizo arequipeña. El arroz es el alimento preferido de los asiáticos (y hoy de los peruanos), y China y Japón son países con una presencia inmensa en nuestra cultura, en nuestros fogones. Algunos le ponen sillao, otros dicen que la técnica del saltado es China, pero otros afirman que ya se comía lomo saltado antes de que los chinos llegasen al Perú en el sigo XIX. No importa. Ese dato es, para este texto, accidental, pero, sin duda, el ahumado que le da el salteado, sea este chino, colonial o republicano, es fundamental para un lomo saltado logrado.

Y aunque en términos afectivos y culinarios, yo me dedique a alabar sin medida ni control a mis abuelas, debo reconocer que, cuando se atrevían a prepararlo, más que lomo saltado hacían lomo al jugo.

Como vivíamos en Cajamarca, un departamento ganadero, teníamos buenas vacas, buen lomo para hacer un gran plato. Las papas, al estar en una región andina con diferentes alturas, también eran insuperables. Las cebollas llegaban con regularidad al bien provisto Mercado Central. Los tomates de mi niñez eran de varios tipos, no como el monocorde tomate italiano que hoy monopoliza nuestros mercados. El arroz venía de Chilete, Tembladera y Jequetepeque, zonas cálidas cercanas que producían granos inmensos y buenazos. Así que en los ingredientes no estaba la notoria debilidad del plato de mis abuelas sino en su técnica.

Les faltaba un fuego alto, profundo e intenso, ese que casi quema el aceite, sella la carne, encierra sus jugos y le da ese ahumado tan necesario.

Por eso, repito, en los hogares peruchos y no solo en el mío, más que el lomo saltado reina el lomito al jugo, que tiene los mismos ingredientes (menos las papas fritas), pero es un guiso que, debemos admitirlo, también es sabroso.

Entonces, ¿dónde encontré yo mi amor a primera vista convertido en lomo saltado? Como muchas de las cosas más interesantes que me han pasado en la vida, viajando, explorando.

Fue en Paiján. Sí, en ese pueblo cuasi abandonado que está a pocos kilómetros de Trujillo. Mi papá, dos de mis muchísimos hermanos y yo, viajábamos de Cajamarca a Trujillo en el recién comprado auto familiar: un Toyota timón cambiado que, por entonces, era el atributo más certero de todo peruano emprendedor.

Yo debía tener unos 15 años; mis hermanos 7 y 6, y todo el trayecto se la pasaron jodiendo, diciendo que tenían hambre. Habíamos salido de Cajamarca a las 6 a.m. El plan de mi API consistía en ir de un tirón y llegar a la 1 p.m. a Trujillo. Allí, cansados y hambrientos, dirigirnos sin pausa a Huanchaco y su playa, a comer el que mi malhumorado daddy consideraba, pobre ignaro, el mejor cebiche del Perú: el del Big Ben.

Pero, podemos intuirlo, los autos timón cambiado, así como nuestra pedestre e informal peruanidad, podían traer abajo la más firme voluntad, la hoja de ruta mejor organizada, la cuarentena mejor planificada, y desnudar nuestras más grandes improvisaciones (automotrices), nuestras inmensas fisuras sociales (y familiares).

El puto auto, cuyo timón fue cambiado por un criollazo mecánico, daba más problemas que soluciones: sonaba el motor, no entraban los cambios, el disco del embrague olía a quemado, el carburador se obstruía, así que, a las pocas horas, ese divertido viaje familiar se había convertido en una tortura por el llanto de mis hermanos, quienes tenían hambre, reclamaban comida y no se satisfacían con los panes con queso y agüita de caño que el tacañazo de mi viejo había previsto como todo alimento hasta llegar a Huanchaco.

Además, paramos miles de veces a revisar el disco del embrague, el motor, la batería y la puta madre. Se hicieron las tres de la tarde, seguíamos en la carretera y teníamos hambre. Como condimento estaban las gramputeadas de mi API y el ruido que emitía la casetera del Toyota donde yo había puesto, para olvidarme de mis acompañantes, el primer y único disco de Narcosis: 'Primera Dosis' , cuyo corito dice: "Hay que destruir, para volver a construir". Mi viejo quería destruirnos, matarnos y jamás reconstruirnos. Por eso, su “apaga esa mierda. Bajemos a comer”, me sonó no como una orden sino como la última posibilidad de escape al caos que vivíamos. Estábamos en Paiján.

Para mi API, el paraíso tenía forma de cebiche, playa y soltería, pero la vida lo había premiado con un auto de segunda, un almuerzo en un pueblo de mierda y unos hijos gritones.

Y como era tacaño, paró en el restaurante más miserable del ya miserable pueblo. Una chingana que, a primera vista, se veía infame por sus viejas mesas y destartaladas sillas, salón sin barrer y posters de calatas en las paredes, abundantes moscas y un muy respondón mozo. “Menú ya no hay. Solo queda pollo frito y lomo saltado”.

Mis hermanos, predecibles por infantes y por tener el paladar poco entrenado, pidieron, gritando, apresurados, “pollo frito, pollo frito; nunca hemos comido pollo frito”. Mi API, con el malhumor generado por un carro timón cambiado, un viaje que nunca terminaba e incontables hijos nada educados, les dijo, muy indignado: “¡Cómo que nunca han comido pollo frito, so jijunas! Se han devorado varias granjas, y encima reclaman, conchudos”. Yo me cagué de risa.

“¿Y tú de qué mierda te ríes? Seguro hoy me sales, rockerito subterráneo como te alucinas, con que eres vegetariano, ecologista, que matar vaquitas es un crimen y que estamos destrozando el planeta”. “Nada, viejo, tranquilo. Que vivan los toros y el UTC, abajo la izquierda y arriba el consumismo. Eso sí, te advierto, que lomo saltado nunca he comido”.

Era verdad. Ya lo dije, en casa de mis abuelas, quienes me criaron, llegábamos máximo hasta el lomito al jugo. Además, andaba muy escéptico porque, no me jodan, viendo el local uno intuía que era imposible que en ese antro se preparase, sino algo decente, al menos algo con un mínimo de salubridad e higiene. Con que esa comida no me llevase al hospital, yo estaba feliz. Así que pedimos dos pollos fritos con papas y arroz (“y sin ensalada, hay que cuidarse de la tifoidea”) y dos lomos saltados.

Primero salieron los pollos fritos, cosa extraña, pues preparar un lomo saltado no toma mucho tiempo: la carne se cuece en pocos segundos, las cebollas y tomates se sellan en dos suspiros, y lo que más demora es freír las papas.

Mis hermanos empezaron a comer golosa, rápida y festivamente. Impetuoso, acelerado y poco reflexivo como es mi API no aguantó más, llamó al mozo y le dijo: “Se están demorando mucho, cancele uno de los lomos saltados y traiga un pollo frito en su lugar”. “Mire señor, acá no se cancela ningún pedido. Los dos lomos ya están marchando. Si quiere le traigo rapidito un pollo frito, como pedido extra, pero no me venga con engreimientos”. Quise abrazar, besar al mozo, que fuese mi verdadero papá.

Con el rabo entre las piernas, el ex de mi vieja solo atinó a decir: “Pero que sea pierna”. “Ah, no, señor, por los ocho soles que paga no puede escoger la presa. Solo hay encuentros: lo toma o lo deja”. Quise levantar en hombros, hacerle un altar y santificar al futuro esposo de mi mamá, digo, al mozo, pero volví a contener mi entusiasmo: ya no quería otra gramputeada de mi viejo.

“Cóbreme 10, pero tráigame pierna”, respondió, piconsísimo, mi exAPI. “No, señor, no me ha entendido: solo hay encuentros. Y decídase de una vez porque sino el plato le saldrá a 20 soles y, encima, vendrá frío”. Yo ya tenía papi nuevo. “Ok, pero rápido”. Mi viejo siempre tiene la última palabra, eso sí.

El pollo frito de mi viejo llegó al minuto. Yo seguía hambriento y salivando mientras mi familia era feliz comiendo pollo frito en una insalubre chingana de Paiján. En eso vi venir dos humeantes y generosas fuentes de lomo saltado, porque esos no eran platos, eran verdaderas fuentes de oloroso pecado, de crepitante gula, de inminente perdición.

“Jovencito, su comida. Ha venido con yapa por la demora y porque, la verdad, se nos había acabado la carne. Hemos tenido que ir a comprarla. Ha tenido suerte: acá hacemos el lomo con bistec, pero la vecina, quien nos vende la carne, solo tenía lomo fino y nos lo ha dejado al mismo precio que el bistec. Sírvase, esta riquísimo”, y se fue.

¿Lomo fino, bistec? A mí eso me importaba menos que mi viejo y mis hermanos, digo, un carajo. Yo solo quería comer. Traje hacia mí una de las fuentes, ignoré el tenedor, tomé una cuchara y la llené con dos generosos dados de carne, dos cebollitas, un tomatito, dos papitas fritas llena de juguito y un toquecito de ají amarillo. Qué delicia. Ni hacer el amor, inocente adolescente con mínima experiencia amatoria, me había parecido tan maravilloso.

Qué sabor. Qué textura. Qué conjunción de ingredientes. Qué imperfecta perfección.

La primera fuente me duró un suspiro de lo hambriento y extasiado que andaba, pero, para la segunda, ya tenía la seguridad que la experiencia concede, y a ella me aproximé, lenta y lascivamente, con los recién ganados galones de mariscal culinario que un cuchitril de Paiján me había otorgado.

Créanme, como sucede con los amores a primera vista, de inmediato intuí sus misterios, su oculta belleza: lomos sellados, suaves y jugosos, toque ahumado, cebollas crujientes, tomate firme, papas mojadas por un demiglase hirviente hecho con paciencia, cariño y buenos ingredientes. El arroz nunca me ha parecido imprescindible: es como la firmeza de carácter que uno agradece en ciertas personas, pero que no resulta indispensable para amarlas.

Desde ese día, el lomo saltado pasó a ser personaje protagónico de mi universo. Los he comido estupendos en el Country (de la mano del jubilado maestro Jacinto Sánchez) y en el Club Nacional. Pero no sólo allí los hacen buenísimos, también he alucinado con uno preparado por el talentoso José Carlos Vera Castillo (el intuitivo cocinero que trabajó conmigo en mi huarique) y con otro lleno de elegancia que , cuando está de buen humor, alcanza Julio César Ayca, cocinerazo que también ha trabajado conmigo.

Sin embargo, lo admito, ninguno ha sido tan grande como mi primer amor, el lomo saltado de un antro inmundo de Paiján, servido de la mano de un mozo sin igual que, por personalidad, rechazo a la autoridad y desplantes, yo quería que fuese mi verdadero papá.


(Texto dedicado a mi exAPI y a mis llorones hermanos Kike y Edmundo. Los quiero... aún).