Inicialmente, este texto se iba a llamar “Mi hijo es así, borrachito”, pues daría cuenta, citando a mi madre, de mi persistencia infranqueable en el alcohol, al menos desde mi adolescencia, costumbre afianzada en estos tiempos de cuarentena.  

Quería también, y a mi manera, homenajear así a mi vieja, pues viene su día, y porque siento que ella me conoce como nadie, sino sean testigos de la anécdota que me acaba de contar.

Resulta que una amiga suya es también mi contacto en Facebook. La situación es extraña porque, salvo el inevitable parecido físico y cierta rudeza de carácter, no hay personas más distintas entre sí que mi madre y yo y, por eso, salvo algunos familiares a veces queridos, no comparto amigos, menos en redes, con ella.

La lista de nuestras diferencias es inmensa. Primero, ella no bebe, y para mí la vida no es vida sin alcohol. Segundo, ella cultiva la frugalidad y el estoicismo, y pocas personas más desbordadas, exageradas y terrenales que yo. Tercero, ella es generosa, y yo todo quiero para mí. Cuarto, ella, para darle sentido a la vida, recurre siempre a ciertos fanatismos: en su juventud fue comunista; hoy, cree en Dios. Yo siempre he sido un libertino (llamarme liberal sería un exceso semántico). Quinto, ella me quiere, yo también (me quiero).

Sigamos bebiendo, digo, contando. Esta “amiga” en común le dijo hace poco lo siguiente: “Adelita, he visto las publicaciones de tu hijo en su muro de Facebook. Está medio loco porque escribe cada impertinencia, se pelea con todo el mundo, pero, más allá de eso, lo que más me preocupa es que parece que la cuarentena lo está llevando hacia el alcoholismo. Día tras día publica fotos de todo lo que bebe. Un día es un vino blanco; otro, un vino tinto. Un día es un coctel rosado; otro, uno rojo, poco después, blanco. Al siguiente día, whisky, más tarde, gin seguido de ron. Luego, una cerveza; después, un chilcano. Yo que no sabía nada de tragos, de tanto seguirlo ya sé qué es un Dry Martini, un negroni, un capitán, y que no hay nadie más huachafo que un sumiller. Pero, pobrecito, sino lo mata el coronavirus, la cirrosis seguro lo llevará a la tumba”.

Mi vieja, me cuenta, le respondió carcajeándose: “No te preocupes, Esthercita, mi hijo es así, borrachito. Desde adolescente se pasa la vida comiendo y bebiendo y, más allá de que está gordo, sus vicios no le hacen mal a nadie y, al menos hasta ahora y también seguro gracias a los rezos que les hago, para que me lo cuiden, a mi mamita que está en el cielo y a Diosito, no le ha pasado nada”. Lo dicho, mi mamá me conoce mejor que nadie, no en vano me parió.

Pero, es verdad, para paliar los efectos nocivos de esta cuarentena, para hacer que la vida sea vivible y el enclaustramiento posible, he recurrido con frecuencia, persistencia y generosidad al bendito alcohol.

Mi casa, lo saben mis amigos, siempre ha estado provista de generosas cantidades de vino, pisco, whisky, gin y otros destilados, pero, apenas me enteré de que la cuarentena era inminente, mientras otros se dedicaban a llenar sus casas (y sus cerebros) con papel higiénico, yo, con la sabiduría que me ha dado lo bebido, llamé a todos mis amigos importadores de vinos, destilados y felicidad, y les pedí que me abasteciesen con sus etiquetas con mejor relación calidad-precio (best value, le dicen los huachafos), porque sí bien soy un borrachito (mi vieja dixit), mi presupuesto es del más infame de los tacaños (y abstemios).

De pronto, las botellas empezaron a llegar a mi casa en generosas cantidades. No hay otra explicación: Dios existe y, como hizo Jesús en las Bodas de Canaán, el milagro de la multiplicación del vino es real, y que Anita, Juver, Marisol, Ignacio, Pepe, Estefy, Mary y otros productores y distribuidores de bebidas alcohólicas, son sus discípulos, sus representantes en este virulento planeta. Eso, o cuando me lleguen las facturas voy a tener que vender hasta mi cuerpo (y no sé si este aún rinda).

Pero, como todavía hay un ápice de razón en mí, yo jamás bebo solo. Eso, creo, me ha salvado del alcoholismo (aunque el mundo diga lo contrario). Siempre debo tener un compañero de copas… y si es compañera, mejor.

Hace seis años, mi compañera ideal en estas lides es Zaid, mi chica. No hay mejor compañía. Zaid bebe, pero sabe ser selectiva (como yo) y mesurada (como ella sola). Nunca nos hemos permitido beber mierda. Nunca.

Eso no significa que seamos unos esnobs, sino que creemos que hay que saber beber bien. Por eso, la resaca nos parece de mal gusto y el pecado de la borrachera solo nos lo permitimos en contadas ocasiones (aunque, lo confieso, yo peco con más frecuencia).

No nos negamos a una Pilsen o una Cusqueña (es más, hay momentos que saben a gloria) y a muchos destilados y vinos industriales; pero sabemos que lo mejor, no solo en las bebidas, está en aquellas producciones pequeñas, artesanales; paridas, cuidadas y entregadas al mundo por sus hacedores como a un hijo.

Felizmente, la vida nos ha entregado maravillosos amigos dedicados a elaborar estos productos únicos con los que, con frecuencia, alimentamos nuestra despensa alcohólica: el gran Pepe Moquillaza y su pisco Inquebrantable (de los piscos, top total), los inmensos enólogos Matías Michelini (SuperUco), Alejandro Vigil (El Enemigo y Catena), Santiago Mayorga (Cadus), Sebastián Zuccardi (Zuccardi Wines), Andrés Vignoni (Cobos), Matías Garcés (Amayna), Leo Erazo (Altos Las Hormigas y, sobre todo, Revólver y La Resistencia), Roberto Henríquez (Rivera del Notro, Pipeño y más), Vicente Inat (Viñedos Verticales), Ana de Castro (La Melonera), y destiladores como Ana de Postigo (si no has probado un pisco Postigo no existes), Joaquín Randall (Destilería Andina) y muchos más.

Y sí, la amiga de mi mamá, tiene razón. Esta cuarentena ha sido una temporada de mucho vino, sobre todo blancos franceses (¡¡¡gracias Juver!!!), unos pocos tintos (mis olluquitos con charqui y mis picantes de carne serían insípidos sin los Enemigo Bonarda 2015 de mi yunta Alejandro Vigil, entregados por la mano pía de mi amiga Anita), pero, sobre todo, del redescubrimiento del maravilloso Dry Martini.

He bebido, en cantidades poco mesuradas para el juicio del promedio ciudadano, muchos pisco tónic y chilcanos, varios negronis y capitanes, algunos Spritz y abundantes pisco sour, pero lo que más he disfrutado, siempre con Zaid como ilustrada compañía, han sido los Dry Martinis, esa precisa, sencilla y perfecta mezcla de gin y un vermú extra dry.

Y no crean ustedes que, para prepararlos, elegí el gin más caro y pretencioso. Nakever. Hace algunos años llegué a beber oceánicamente, como es mi estilo, a uno de mis bares favoritos en el mundo, Solange, en Barcelona.

Después de ser deslumbrado con sofisticados cocteles con coñacs, single malts, mezcales y rones, le dije a Miguel Pérez, este sí, mi barman preferido en el planeta, que me preparase el Dry Martini más excelso, uno que se alejase de toda esnobista y banal pretensión y que solo buscase la perfección. Que, salvo que fuese imprescindible, no lo preparase con el gin más caro o marketeado, sino con aquel que él considerase ideal para el mejor Dry Martini del mundo.

“Gonzalo, el mejor Dry Martini se hace con uno de los gines más humildes, uno que está siempre a la mano y se vende hasta en el bar más cutre: el Beefeater. Y no el Beefeater 24, sino el barato, el que cuesta unos pocos euros. También sale estupendo con el Gordon’s, ese gin vilipendiado por barato, pero que a mí me encanta porque es salvaje y tiene una espalda ideal para los cocteles”. “Listo. Como siempre, soy materia dispuesta”, le respondí.

Lo vi enfriar una copa; tomar su mezcladora, ponerle algunos hielos grandes y firmes; agregar con elegancia y destreza de cirujano curtido las onzas precisas de Beefeater y la dosis justa de vermú extra dry; servir la mezcla con extrema delicadeza; tomar una cáscara de lima y, cual perfumista consumado, verter sus aceites esenciales en los bordes de la copa, y decorar con una oliva verde, mediterránea, única.

Yo, pretencioso siempre, he tratado de imitarlo. Mal no me ha ido, sino, pregúntenle a mi chica.

Si para algo han servido estos muchos días de cuarentena es para que yo, incrédulo siempre, reconozca que la perfección existe: En mi cama, se llama Zaid; en una copa, Dry Martini.

Sí, en esta cuarentena, confieso que he bebido (y gozado).