Todo empezó en abril, con una copa de vino y un capitán. Y aunque hace unos años escribí que nos enamoramos viajando, devorando el mundo, la verdad es que lo hicimos en la cómplice intimidad lograda a partir de la aceptación de nuestros varios defectos (sobre todo, los míos) y el descubrimiento de nuestras no pocas virtudes (sobre todo, las suyas). 

Decir que Zaid, mi chica, mi compañera, mi cómplice, mi esposa, es una mujer estupenda es un lugar común. Su don de gente (su humanidad sin parangón) se siente y se comprueba apenas uno empieza a interactuar con ella. Las malas artes, la criollada, el abuso, no aparecen en su diccionario, jamás en su actuar, menos en su personalidad.

Pero, no lo sabré yo, a veces es muy difícil lidiar con tanta generosidad. Terrestres como somos, preferimos enfrentarnos, por cobardía, con los defectos comunes a nuestra humanidad. No estoy diciendo que Zaid sea perfecta, tiene defectos, y muchos, pero, ¿acaso merece el infierno por no saber cocinar, acaso merece castigo perpetuo por no saber comer una yema a la inglesa, o ir directo al paredón por disfrutar, como lo hace, todas las películas de Ben Stiller?

No, señor juez, ella se ha ganado el Edén no solo por su bondad sino, sobre todo, por atreverse a querer a alguien como yo. Yo soy la penitencia constante que Dios le envió para alcanzar su Santidad, la dicha eterna, su lugar junto al Santísimo (que este se llame Alá, Buda, Yahvé, Supay, Bob Dylan o Marlon Brando, su ídolo, es lo de menos).

Porque, cual demonio con Jesús en el desierto, vaya que la he puesto a prueba.

Primero, hace seis años y algo más, al conocernos virtualmente gracias a la celestina presencia de nuestro común amigo, el gran pisquero Pepe Moquillaza (quien en un momento de mi yo desamparado me dijo, sabia y premonitoriamente, “debes conocer a Zaid, juntos se harían mucho bien”), fui encantador. Supe que estaba en Cajamarca, mi pueblo, y empecé a darle información privilegiada sobre el queso por probar, el cuy que comer, el lugar por visitar. Tan útil le resultaron mis datos que me aceptó como amigo en Facebook (hasta entonces, solo aceptaba mis mensajes por Messenger).

Más tarde, como buen Don Juan cajacho y sin alcurnia, empecé a mostrarle, siempre de manera virtual, alguna de aquellas facetas que, oh ignaro, pensaba que podían ganarme algunos puntos “bonus”. “Guapa, en blancos, ¿Chardonnay o Sauvignon Blanc?, en restaurantes ¿Central o Maido?, en ciudades, ¿Berlín o Nueva York?”. “Mira, me gusta el vino rico, sin importar la uva; a Central y Maido he ido solo un par de veces, con tan poca experiencia no me atrevería a decir cuál es mejor; acabo de estar en Nueva York y Berlín, ambas ciudades me impactaron: el Ground Zero de Manhattan (donde estuvieron las Torres Gemelas) y lo que queda del Muro y la Isla de los Museos de Berlín son lugares que hay que visitar para saber qué miserias podemos alcanzar los seres humanos y, además, cuán maravillosos también podemos ser”. Me cagó.

Si yo no tuviera el ego que tengo (gracias, papá), me hubiese rendido, pero al sentirla tan natural, tan espontánea, tan inalcanzable, insistí. “Conoces Central y Maido, seguro has ido a Astrid & Gastón y Rafael, pero estoy seguro que no has ido a Al Toke Pez, el mejor huarique de Lima, que está en un barrio recontra bravo de Sullorqui, donde cocina mi AMIGO, Toshi Matsufuji. En realidad, solo sus amigos le podemos decir ‘Toshi’, los demás tienen que decirle ‘Tomás’. Así que, para que no se moleste, y si te animas a ir conmigo, mejor decirle Tomás, los ponjas son así”, le dije, tratando de mostrarme un tipo con calle, con prontuario, muy recorrido. “Ah, TOSHI, el hijo del Tío Darío y de La Casa de Darío, de la familia Matsufuji, quienes fundaron Matsuei, y hoy son dueños de Edo. Pepe Moquillaza me ha hablado mucho de él, pero, la verdad, ando tan ocupada que no he tenido tiempo para ir”. Me volvió a cagar.

Era verdad. Tiempo era lo que menos tenía Zaid, un mujerón quien, por entonces, era gerenta de ADEX y dirigía un equipo de gente más grande que todos los asistentes a un concierto de mi pata Daniel F, el de Leusemia.

Volví a insistir. Soy un necio, un cholo terco. Esta vez, le ofrecí llevarla a los conciertos “subtes” de mis patas Rafo Ráez, ‘Mañuco’ Criminal, Mario ‘Inocente’ y, of course, al “rebelde y contestatario” Faniel D, digo, Daniel F. “Mira, a Rafo lo vi con Francoys Vallaeys, en el Británico. ‘Hace tiempo que nunca’, su espectáculo, debería presentarse en los colegios, es estupendo. Daniel F, muy paja, pero mejor era con Leusemia, ahora me aburre. Sobre Mario y Criminal, los ‘mañucos’ y los ‘inocentes’, me tienen sin cuidado”. Me recagó.

“¿Vamos al MALI? Me han ofrecido una cita guiada, para ti y para mí, a su última Expo”. “¿Quién? ¿Natalia? Me han dicho que está muy ocupada estos días. Complicado, ¿no?”.

“El martes, presenta su libro Alonso Cueto. Soy su editor en Perú21. ¿vamos?”. “Pucha, tengo cita con mi psicoanalista. A propo, después de ‘La hora azul’, ¿Cueto ha escrito algo interesante?”.

“Me han invitado a la recepción que ofrece hoy el embajador de España en su residencia, ¿Vamos?”. “¿Juanca? Lo vi en la mañana. Le tuve que cancelar. Debo presentarle mañana al directorio de mi chamba la proyección de crecimiento de nuestro instituto del 2018 al 2020”. Y estábamos en 2014.

Cansado de mi simpleza y de mi imposibilidad de sorprenderla, opté por ser yo mismo, despojarme de toda pretensión (que, la verdad, también, es parte de mí) y de hacerle una propuesta, con el corazón en la mano, y llena de verdad: “Acepta tomar un capitán conmigo. Mañana, 8 p.m., en el Bar Inglés, del Country. Si la pasamos bien, pedimos una segunda copa, quizás una tercera. Si te aburres, si te sientes incómoda, acabas tu trago, te levantas y te vas”.

Apenas lo dije, me arrepentí. Fui consciente de que hasta en mis momentos más inspirados, más sinceros, se me filtra lo pretencioso. He de decir, en mi defensa, que es verdad que el Bar Inglés es mi bar preferido, mi segunda casa, mi refugio para celebrar triunfos y desgracias.

“Prefiero una copa de vino. Que mi vino dure lo mismo que tu capitán. Llego 8:30”, dijo con autoridad.

Allí estuve. Me dediqué a mirarla, a admirarla desde mi pequeñez; eso sí, sin sentirme pequeño, porque ningún ser humano que valga la pena quiere ser (o sentirse) un liliputiense.

Hubo química, conexión inmediata, empatía. Salimos a fumar un pucho, mi capitán se hizo dos, tres, al igual que sus copas de vino.

Pepe Moquillaza, mi celestino amigo, tenía razón: Zaid y yo nos necesitábamos. Sucede que esa noche, ella no se dio cuenta. Ya lo dije, es humana, aunque parezca divina. Al despedirnos, quise besarla. “Hoy no”, me dijo, abriéndole la puerta a la esperanza.

Nos vimos 15 días después. Era ya abril. Era mi cumpleaños. Era, dicen los impíos poetas, el mes más cruel.

Sin embargo, la magia entre Zaid y yo apareció. Pasamos la noche juntos, en mi casa. Por entonces, yo vivía en Córpac y trabajaba en el Centro de Lima. Al día siguiente, ambos teníamos que ir a nuestras obligaciones. “Te llevo”, me dijo. Por entonces, ella manejaba una camioneta inmensa. “¿Vas al Centro?”, le respondí. “Voy a Magdalena. Tengo una cita en APEGA, la organización que hace Mistura, imagino la conoces. Me han ofrecido chamba allí, Te dejó en la ruta”. “Ok. ¿Puedes ir por Canadá? Yo voy a mi chamba en el Metropolitano. Si cruzas el Zanjón con Canadá me ayudarás bastante”, le dije. “Ok”, respondió.

La avenida Canadá estaba congestionada, así que me tuve que bajar un par de cuadras antes del cruce con el Zanjón. Como era temprano y no había desayunado, me detuve unos minutos a tomar mi desayuno cotidiano: un par de panes con palta y un quáker con leche, en el ambulante de la esquina, todo por tres soles.

Cuando el tráfico avanzó y Zaid pudo seguir su rumbo, en la esquina del Zanjón y Canadá volteó la mirada y me vio en toda mi pedestre humanidad: yo, tomando mi desayuno, de pan con palta y quáker en bolsa, en la carretilla. Un lugar que no era ni Berlín ni Nueva York, ni una embajada con glamour ni un museo con prestigio, ni un restaurante de lujo ni un huarique por descubrir, sino el espacio donde yo podía ser yo, donde, en ese ambulante que me servía los panes y las bebidas, reconocía a mi espejo, a mi hermano, a mi otro yo, ese que siempre ocultaba y que ella, accidentalmente, descubrió.

Poco después, me contó que allí se enamoró de mí. Le chocó, es verdad, esa primera impresión, acostumbrada como estaba, sobre todo en sus años previos a conocerme, a algunas luces de neón. Por eso, esa experiencia también fue una lección para ella.

Porque en ese instante eterno, se dio cuenta de que las luces que de mi la deslumbraban no tenían el falso destello de la impostura, sino el estruendo de la naturalidad. Que juntos éramos perfectos mientras, con un atún en lata, unas papas sancochadas y una copa de vino, ella recordaba sus anécdotas felices en Corongo (el pueblo ancashino y campesino de su madre), y rememoraba las historias de muerte y dolor de las minas de Cerro de Pasco, donde creció su padre, y yo le contaba mis infantiles días en Cajamarca, junto con mis tíos y mis abuelos y sin mi padre, y mis días dolorosos en una Lima hostil, una Lima que me obligó a ponerme la coraza de la falsedad, una carga que me pesaba tanto y que solo con ella podía sacarme.

“Gonza, tranquilo. Yo te quiero así. En el Celler o en Al Toke Pez; en Nueva York o tu barrio, La Florida. Lo único que quiero es que conmigo seas siempre esa persona que me conquistó con un capitán en el Country y una bolsa con quáker en la esquina del Zanjón y Canadá”.