El título de este texto no indica que es la continuación de un relato previo, sino algo más mundano: me he casado dos veces, ya escribí un texto en homenaje a mi suegra anterior, y ahora escribo otro pues en mis dos matrimonios me han tocado suegras, sino excepcionales, cuando menos cariñosas y tolerantes conmigo (al menos más que sus hijas), situación que, quienes me conocen, saben que es bastante difícil de lograr.

Bueno, ha llegado el momento de destacar las bondades de mi suegra actual, a quien mi esposa no solo le debe su nombre sino su paciencia y su bondad. 

Mi suegra se llama Zaid, nació en Corongo (un dato no menor), una provincia de Áncash y fue maestra de escuela durante más de 40 años. Quien diría que esta dignísima tarea, educar y soportar a niños y adolescentes engreídos y caprichosos, pocas veces buenos y angelicales, le iba dar la coraza necesaria para, una vez jubilada, soportar a su novísimo yerno, uno con pretenciosas ínfulas de buen comensal, terreno donde ella, con más de 60 años de experiencia en los fogones, era una maestra consumada.

Pero el atrevimiento, lo sabemos, no tiene límites, sobre todo si va acompañado de un ego igual de pretencioso. Y allí estaba yo -cargando mi desparpajo, mi ego colosal y algunos años como periodista gastronómico-, entrando en sus terrenos para, oh sacrilegio, no probar, asimilar y valorar sus creaciones -aquellas que mi suegra aprendió en Corongo, Cerro de Pasco y Lima (ciudades a donde la vida la llevó), de la mano de diestras cocineras como su madre, sus hermanas, las monjas de su familia pía y hasta su suegra- sino para juzgarla, evaluarla, calificarla, pero no con el cariño que ella les transmitía a sus alumnos, sino con una rudeza y una crudeza similares a las que los nazis mostraban con los judíos en los campos de concentración.

No bastaba con que ella, domingo a domingo, me demostrase que los vilipendiados ollucos podían convertirse en opíparo manjar si se los convertía en un chupe coronguino, que de una simple col se podía obtener un arrimadito digno del banquete más lujoso, que el chicharrón de cerdo no era un tosco plato de esquinas arrabaleras sino un festín parecido a la felicidad y que su sancochado, oh pagano yo, podía competir con el mi abuela Julia, y que cuando el presupuesto se extinguía, nada mejor para levantar el ánimo, recobrar energías, avivar el seso, y volver a empezar, que una crema de harina de alverjas con su huevo chicoteado.

No bastaba.

No bastaba.

No bastaba.

Algo me impedía entregarme a su talento. Siempre aparecía algún pero en mi boca, hablando, además, con la “autoridad” que me daba el tener un restaurante: el olluco está sobrecocido (¡qué esperas, ignaro, de un chupe!), la carne del arrimadito no es fresca (¡qué buscas, imbécil, en un cerdo que ha sido ahumado!), el chicharrón está muy grasoso (¡cuándo has visto, infeliz, a un chancho light), los huevos de la crema no son de corral (¡en serio reclama algo así quien toda la vida ha comido huevos vencidos de San Fernando!), como el chupe de mi abuela, ninguno (¡agradece, esperpento, que tu vida ha sido bendecida con dos Diosas -paganas, eso sí- de la cocina!), mi suegra se demora toda una vida en cocinar (¿inútil, acaso no has aprendido, primero, que lo bueno es para unos pocos elegidos y, segundo, que lo excelso se hace esperar?).

Pero, aunque Dios no existe, la vida se encarga de darnos algunas lecciones.

Yo andaba muy orondo por la vida, comiendo y juzgando la cocina de otros desde un pedestal, hasta que llegó la bendita cuarentena, y tuve que, para sobrevivir, ponerme a cocinar.

Allí, frente a las lentejas, ollucos, repollos, cebollas, papas y dosis medidas de cerdo, pollo y carne, que conforman mi alacena familiar, de nada me sirvieron mis frecuentes viajes por el mundo, los varios menú degustación probados (y juzgados) en Europa, Asia y toda América; los exóticos ingredientes conocidos en Taiwán, La Patagonia y el País Vasco; mis visitas anuales a el Celler de Can Roca, Disfrutar y Estimar; todas las cartas juzgadas (y maridadas) de Central, Maido y Astrid y Gastón desde su aparición y un largo etcétera.

Repito, con mi alacena purita peruanidad, de nada sirvió que hubiese entrevistado a Adriâ, Arzak y los hermanos Roca, que hubiese comido de la mano de Ducasse, Bottura y Colagreco y que hubiese compartido mesa con Dabiz Muñoz, Enrique Olvera y Rafa Zafra.

No, señores, tales experiencias me alimentaron el cuerpo y el alma (privilegio invaluable), pero no me enseñaron a cocinar… y aunque algunas nociones ya tenía, pues me ha tocado, para sobrevivir, prepararme algo de comida desde los ocho años, recién hoy que tengo 45, y gracias a la cuarentena y a mi suegra, puedo decir que ya sé cocinar.

“¿Qué cocino, Zaicita, con esta col?”. “Un arrimadito”.

“¿Qué preparo, Zaicita, con tantas verduras y este poquito de carne?”. “Un picantito”

“¿Qué hago, Zaicita, con este culantro a punto de marchitarse?”. “Un arroz con pollo”.

“Qué cocino, Zaicita, con esta pechuga de pollo y este pan seco?”. “Un ají de gallina”.

“¿Qué preparo, Zaicita, con este magret que nos quedó de El Gran Combo?”. “Un cebiche de pato”.

“¿Qué hago, Zaicita, con estos ollucos a punto de morir?”. “Olluquitos con carne”.

“¿Qué cocino, Zaicita, con estas caiguas y aceitunas?”. “Caigua rellena, y si sobra relleno, mañana un arroz tapado”.

“Maravilloso, mi vida, pero, ¿cómo carajo preparo todo eso?”. “Fácil, con las recetas de mi mamá”. Y allí iba Zaicita, mi esposa, muy diligente y muy sonriente, libreta en mano a llamar a su mamá, a pedirle que le dictase sus recetas más preciadas.

Con la generosidad y cariño que la caracterizan, una paciencia de monje tibetano y, otra vez, en plan de maestra, mi suegra, doña Zaid, nos decía, paso a paso, grano a grano, arrocito a arrocito, cómo lograr el aderezo más sabroso, la textura más fina, la cocción precisa, el sabor excelso… al menos para Zaicita, mi única comensal, con ollucos, papas, culantros, ajíes y demás ingredientes de la despensa perucha.

Hoy, mi esposa y yo vivimos y vemos con otros ojos y, sobre todo, con otro peso, la cuarentena. Sabemos que una vida juntos es posible, que solo necesitamos, para no abandonarnos nunca, el inmenso amor que nos tenemos y, claro, las inagotables, mágicas y deliciosas recetas de mi suegra, la señora Zaid. Recetas que, si bien aún no me hacen mejor persona, al menos me han enseñado a cocinar.