Jordi Vilà lleva casi 20 años en la cocina pero mantiene las ilusiones del cocinero que recién empieza en los fogones. Una muestra de ello es la dedicación y respeto con los que recibe y atiende a los clientes de Alkimia, el restaurante que reabrió en junio pasado en la vieja fábrica de la cervecería Moritz.
Dedicación, respeto y, sobre todo, presencia, porque Vilà no es de los cocineros que crean los platos y se alejan de su cocina, que abandonan a sus clientes para ir por el mundo a ganar “prestigio” y reconocimientos asistiendo a cuanto congreso y encuentro culinario se les presenten.
No, Vilà gana su prestigio y el respeto de sus clientes cocinando para ellos día a día en Alkimia, poniéndole su personalidad a cada una de sus creaciones. “Esto es como un montaje teatral: la gente paga una entrada por ver a un elenco determinado. Si asiste y el protagonista no está, se sentirá estafada, parte de una mentira; por eso, yo siempre estoy en mi cocina”.

- el nuevo alkimia
Alkimia está en la vieja fábrica de Moritz, un inmenso complejo de 5 mil metros cuadrados que hoy se ha convertido en uno de los más grandes ejes gastronómicos de Barcelona, pues además del restaurante de Vilà cuenta con una cervecería, un bistró francés, un bar de vinos, un restaurante de tapas, una panadería y una tienda que incluye, placer de placeres, una librería
Moritz quería transformar su viejo complejo industrial en un recinto culinario. La remodelación arquitectónica empezó en 2011 y se la encargaron al famoso arquitecto francés Jean Nouvel. Para dirigir los fogones se vocearon nombres notables, como el del propio Ferran Adrià, pero el elegido fue Vilà. Acertaron.
En este tiempo, poco a poco se fueron montando cada uno de los espacios culinarios: la cervecería, el bar de vinos, la panadería… pero Alkimia seguía esperando su turno. Hemos de decir que el primer Alkimia abrió sus puertas en 2002, y en 2005 obtuvo una estrella Michelin, el más prestigioso reconocimiento de la gastronomía en el mundo.
Cuando Vilà llegó a un acuerdo con Moritz decidió trasladar su restaurante personal al nuevo complejo gastronómico. Por ello, cerró temporalmente su espacio en agosto de 2015 con la idea de reabrirlo en diciembre. Como suele suceder en estos campos, las obras se retrasaron y recién puedo abrir sus puertas, con el alucinante interiorismo diseñado por Chu Uroz, en junio del 2016. Hay esperas que valen la pena.
El espacio cuenta con seis mesas y alberga un máximo de 14 comensales. Como bien lo denomina Vilà, “es un micro restaurante”, por eso, quienes hemos sido acogidos en el lugar debemos sentirnos unos verdaderos privilegiados pues cada plato que sale de la cocina –que, en un ejercicio de transparencia culinaria, está a la vista– tiene nuestro nombre y apellido.
- el laboratorio DEL ALkIMISTA
¿Y qué se sirve en Alkimia? Comida catalana revisitada con creatividad y buen gusto. La esencia de Alkimia es la cocina popular, esa que se come con cuchara y se acompaña con pan, sobre todo para rescatar los jugos y los caldos y las salsas de las preparaciones. Es una cocina golosa, gustosa, generosa.
El restaurante tiene dos opciones de menú degustación: uno corto, llamado Alkimia, de 98 euros (unos 350 soles), y otro largo, llamado ‘Especial del día’, a 155 euros (unos 550 soles). También hay una selección de platos a la carta cuyos precios oscilan entre los 18 y los 68 euros. La carta de vinos cuenta con más de 700 etiquetas, básicamente españolas y francesas. Hay una clara tendencia hacia los vinos naturales y de agricultura biodinámica.
Nosotros optamos por el menú largo, el “Especial del día”, pues queríamos tener una experiencia plena. La experiencia comenzó con un tartar de cigalas, gamba y pescado, combinación que es coronada con caviar. Gran inicio, sobre todo por la conjunción con la crema marina que rodeaba al tartar. El bocado resultó chispeante por el caviar y con una textura húmeda y cremosa por el buen ensamblaje de los ingredientes. El mediterráneo, ese mar mítico e histórico, se mostraba en todo su esplendor en el platillo.
Luego vino la coca de pimiento rojo con queso fresco y anchoa. La coca es una masa crujiente y delgada que, en este caso, vino cubierta con una salsa de pimiento. Lo que hizo del plato un ejercicio culinario pleno fue la conjunción de sus ingredientes: la anchoa y el apio blanco, otra vez puro mediterráneo, armonizaban casi mágicamente con el queso fresco y la gelatina marina que completaban la creación de Vilà, una creación aparentemente simple pero de profunda complejidad, tanto en la técnica como en el respeto por la tradición y el uso de la memoria. Coca y anchoa en un mismo plato es un clásico catalán, pero de la manera en que Jordi ha ensamblado estos productos, sumándole el queso y el apio y la gelatina, lo hacen distinto, único, irrepetible.
La ensalada de lechuga a la brasa con cecina de ciervo, toffee de zanahoria y setas en escabeche resultó un plato fallido, en extremo ácido, confuso, donde nunca sentimos ni el ciervo ni las setas; lo único que se salvó fue el toffee de zanahorias. Y no es que no estemos acostumbrados a la acidez del escabeche, lo estamos, pero cuando no resulta equilibrada puede convertirse en lamento.
Recuperamos la fe en Vilà con los tres siguientes platos, que son una muestra cabal de esa “cocina con cuchara” que tanto nos gusta en la vida y tan bien ejecuta Vilà, una propuesta donde conviven lo popular y lo sofisticado, la gula transformada en placer.
Primero llegó a nuestra mesa una panceta de buey con col caramelizada y puré de trufa negra; luego, unos espardenyes (una especie de “pepino” de mar) con oreja de cerdo, jugo de mongetes del ganxet y galanga y, más tarde, unos chipirones rellenos de butifarra negra con garbanzos de papa y picada líquida.
Repetimos, los tres resultaron mediterráneo puro; unas creaciones hechas para comerse con cuchara y pan, lamiendo, gozando cada uno de sus ingredientes y sus jugos; comprobando que mar y montaña son una feliz conjunción, que la trufa es delicadeza no invasiva, que pocas cosas más sabrosas como la piel del cerdo y que la grasa de una buena carne no sube el colesterol sino el sabor y nos eleva hasta el cielo, ese territorio donde conviven la buena mesa y los dioses paganos.
El bogavante en suquet de pa y salsa de jengibre y jerez no nos terminó de convencer. Buen producto, buena técnica pero poco sabor. Los ingredientes son delicados, pero esto no implica falta de carácter. Además, el bogavante estaba chicloso, quizás sobrecocido, poco expresivo.
El rodaballo salvaje cocido a la brasa y con una salsa de acelga es otra de las grandes creaciones de Jordi. Antes de servirlo nos lo presentan en la brasa para que uno pueda comprobar que se cocina con su piel en una brasa sutil y herbal. La carne del rodaballo es gelatinosa, no tanto como su piel, pero juntas conforman una textura única, jugosa, que acompañada con la salsa y el ahumado nos llevaron hacia nuestra infancia campesina, donde la leña de la cocina familiar potenciaba el sabor de lo servido. Viaje al pasado, a la nostalgia de lo comido… y ya sabemos que no hay nada que nos conmueva más que un viaje a la idílica y matriarcal niñez.
La carne del día resultó un pichón. Tan humeante y fresco estaba el pichón, que un trozo del perdigón con que fue cazado se coló en nuestro plato. Braseado, piel crujiente y rojizo, debe ser el mejor pichón que hemos probado jamás, y vaya que los comemos desde nuestra niñez. La salsa de anchoas en las que flota es otro deslumbramiento: hay una recuperación de la memoria, hay una vuelta de tuerca a lo ya conocido y, en este proceso, hay elegancia y mucho ingenio.
La experiencia de los platos salados culminó con una liebre a la Royale, un clásico de Alkimia al que llegamos repletos y con poca viada. Quizás por ello no lo apreciamos del todo: lo sabemos logrado, lo sabemos sabroso, lo sentimos excesivo; tres bocados en lugar de un cuenco lleno hubieran sido suficientes, pero, tampoco es para arrepentirse, porque de todo hay que sacar lecciones: quizás en este plato se haga evidente uno de los aspectos de la personalidad de Vilà y su cocina: la generosidad que a veces se acerca demasiado al exceso. Pero, bueno, ya sabemos que la felicidad está más cerca del exceso que de la mesura, y así es una mesa generosa como la de Vilà, una donde hay tanta elegancia que comer con la mano y con cuchara es un ejercicio de sibaritismo puro.