La calidad de una gastronomía nacional se mide por la riqueza de su cocina popular: si no se come bien en casas, mercados y calles, es difícil alcanzar cumbres culinarias. Y por acá va la valía de la cocina peruana: en su constante transformación gracias a nuestra cada vez mayor variopinta composición cultural. No existe la alta cocina si no existe una gran cocina popular.
Porque esto es lo que Martha Palacios en Panchita, el restaurante de Gastón Acurio: darle nuevos bríos a los guisos y potajes tradicionales peruanos. Es decir, su tarea encierra una curiosa dicotomía: conservar y, a la vez, renovar nuestras tradiciones culinarias. Y esta tarea solo pueden hacerla los elegidos, y Martha Palacios, en cuestión de fogones, es una sacerdotisa pagana.
- rescate y renovación
Por las venas de Martha corre sangre andina y costeña: su padre es cusqueño y, aunque ella y su madre nacieron en Lima, sus abuelos maternos vinieron de los Andes Centrales.
Por eso, su particular devoción por las sopas y chupes, por los guisos de largas cocciones y los caldos de intensos sabores.
Por eso, le gustan los chicharrones y las menestras y, mirando al desierto, las carapulcras y los cebiches, la sangrecita y la chanfainita, el lomo saltado y el ají de gallina.
Por eso, comer en Panchita es un ejercicio de devoción ciudadana. Y así se lo explicamos a Martha cuando nos dice que no va con su espíritu la llamada “cocina de autor”. “Yo no soy así”, nos dice, y le creemos, pero de inmediato le replicamos: “Martha, es que tú no eres una sacerdotisa de templo exclusivo y pocos fieles, tu cocina es como la procesión del Señor de los Milagros: muy popular, llena de éxtasis desbordantes y fieles bullangueros”.
Y si seguimos ahondando en sus recetas, claro que su cocina es creativa, y de “autor”, porque, dígannos qué más sofisticado que las técnicas de la cocina popular, aquellas que exigen decenas de ingredientes y cientos de pasos previos antes de que el plato llegue a la mesa: maceraciones intensas, cocciones largas, devociones perpetuas.
Y aunque la cocina popular suele ser tosca en presentación, es compleja y deliciosa en sabor, y tampoco hay que quemarse demasiado el coco en rebuscadas explicaciones: tomemos esta tosquedad como generosidad.
Pero, Martha no solo es una replicadora de recetas. No, ella investiga (‘Bitute’, el libro de Gastón Acurio y Javier Masías le debe mucho a su sapiencia y curiosidad) en recetarios antiguos, viaja por todo el país buscando platos que su paladar desconoce, recrea y reconstruye platillos de antaño, y todo eso lo hace contemporáneo.
- sazón y devoción
Como imaginarán, hemos quedado muy contentos con nuestras recientes visitas a Panchita. Probamos su chicharrón de codillo, cocción que no es muy común en esta piza de carne, y nos deslumbró por su piel crocante y su carne jugosa y, sobre todo, por su generoso sabor.
Luego, nos sirvió un relleno como los de antaño: cremoso en la presentación, justo en el manejo de las hierbas y, sobre todo, contundente en boca. También resultaron un regalo los huevos revueltos con salchicha de Huacho: los huevos eran de corral por su amarillo intenso y presencia en boca, y la salchicha tenía potencia pero no agredía ni invadía, algo que no es fácil de lograr.
El lomito al jugo nos hizo recordar los desayunos generosos de antaño, donde los aromas del café recién pasado se mezclaban con los aromas tostados del pan recién horneado y los olores humeantes de la carne salteada en la sartén. En boca, carne y cebollas y tomates y ajíes y jugos alcanzan tal armonía que uno desearía que la vida fuese así: picante, crujiente, jugosa y, sobre todo, dichosa.
Pero la dura realidad volvió transformada en un tamal y un caldo de gallina de contundentes presentaciones pero poca personalidad: el caldo estaba lleno de sustancia pero le faltaba equilibrio; el tamal estaba lleno de condimentos y, por ello, no se sentía el maíz, ingrediente que es el alma que la pachamama le dio. Sucede que Martha es una sacerdotisa… pero pagana, es decir, terrenal, y los mortales, aunque virtuosos, también solemos errar (y corregir).
Pero nuestra devoción a ella se renovó cuando nos sirvió su carapulcra hecha con dos papas: una seca y otra fresca, situación que la hace más amable; y nos siguió emocionando con la textura cremosa de su sangrecita (“a muchos clientes les gusta seca”, nos dijo casi espantada), y nos contuvimos para no hacerle hurras y llevarla en andas cuando nos sirvió un guiso que es una sofisticación de la patita con maní pues, generosa como es, le ha agregado papada y otras carnes e interiores. El resultado: un milagro de octubre en pleno junio.
Y luego volvió a ser terrenal con su chanfainita y con su cau cau, platos que no están mal pero a los capos siempre hay que exigirles más, más aún con las creaciones tradicionales pues estas las obligan a superar los referentes que, desde la cuna, todos tenemos de ellos. Así, al cau cau le faltaba hierbabuena, y a la chanfainita le sobraba bofe; el resultado, dos platos confusos tanto por sus excesos como por sus carencias.
Pero volvamos a las cocciones largas, aquellas donde la cocinera se siente como en misa: llena de fe y sapiencia. Empecemos con la pachamanca, que es cocida en olla y donde sus tres carnes –costillar de cerdo feliz, pierna de pollo carnoso y carrillera de vaca glotona- son marinadas en hierbas andinas como muña, chincho, paico, huacatay y perejil:. Para acompañar, papa huayro, ocas, mashua, olluco, habas, choclo y más. Este plato es una festiva procesión andina, digna del Señor de los Temblores. Si Palacios acompañase esta pachamanca con un cuenco lleno de la salsa pachamanquera todos nos haremos devotos de su religión.
La sopa ‘curatodo’ es otro rescate de Palacios (y Acurio y Masías). Antes se llamaba sopa negra y llevaba patita de res, patita de cerdo y morros, a los que se le agregaba, después de varias horas de cocción, la sangre de una gallina negra, pero en estos días light ese plato resultaría excesivo para muchos, entonces, Martha, en salomónica decisión culinaria, reemplazó la hiriente sangrecita por los conciliadores, pero contundentes, frejoles negros. Antes de servir, como antaño, les pone una chalaquita y, como su nombre lo dice, esta sopa lo ‘curatodo’, sobre todo, la de-sazón.
Para cerrar la ceremonia, nada mejor que un osobuco. Esta es una pieza de colección: dos kilos de ternera nadan extasiados en un tuco (aderezo de ajo, cebolla, ají panca, ají mirasol, tomate, zanahoria, hongos y laurel y nada más) con el que han sabido armonizarse en seis largas horas de cocción lenta y, a la vez, muy hot. ¿El resultado? Un plato tan suave en donde jugo y carne y comensal se hacen uno, se transforman en una festiva Santísima Trinidad pagana, milagro que la suma sacerdotisa Martha Palacios hace casi todos los días en los fogones de Panchita.
Nosotros aún no tenemos religión, pero si tuviéramos que elegir una divinidad en la cocina más allá de nuestras abuelas, esta tendría la sazón de la cocinera de Panchita.